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El buen Santi

Ilustración de Roberto Peralta
Ricardo Amadeus Morquecho Toledo

El tiempo se le iba, entre discursos mentales e imágenes violentas de un pasado a su lado, donde la súplica tomaba forma de miseria y su indiferencia de verdugo. El tiempo no le perdonaba los flagelos y desorientaba cada parte de su conciencia. Y es que él estaba desesperado, cansado y mermado de inquietudes que se presentaban como figuras y texturas. Él no olvidaba ni un momento su presencia; ese dulce aliento y esas tardes memorables. Parecía que su vida caducaba y la lucidez era evidente; se le notaba a lo lejos lo moribundo y ojeroso de pensar. Nadie sabía qué tenía.

Lo veía salir de su casa, desde temprano, cuando que me despertaba para ir a la escuela primaria. Cada vez se le veía más delgado y en algunas noches se escuchaba sollozando entre paredes y luces de ciudad. Nunca fui su amigo y mucho menos me había tomado el atrevimiento de hablarle, pero se veía tan mal que daban ganas de darle consuelo. Claro que yo, siendo un joven, desconocía muchos de los dolores de la vida (me habían dado golpes en la cara y pisotones al jugar a la pelota, pero una herida del alma era desconocida para mí hasta ese entonces).

Un día lo vi tirado frente a su puerta. Venía llegando del colegio y lo miré, golpeado y con la ropa rota; olí su aliento a alcohol barato y un tufo a mierda seca impresionante. El tipo no se podía mover y llegué a pensar que estaba muerto. Me le acerqué sin temor y lo sacudí ligeramente para ver si reaccionaba. Abrió los ojos y con lágrimas repentinas suspiró ligeramente un nombre que no alcancé a distinguir bien. Cerró sus ojos nuevamente, cayendo en un sueño profundo o una inconciencia total. Hurgué en sus bolsillos para ver si estaban sus llaves. Las encontré y abrí la puerta de su casa. Aunque estaba fatigado el tipo y siendo un peso muerto total, debo admitir que me asusté al levantarlo con facilidad. No pesaba más de 40 kilos y se le sentían las costillas al palpar. Lo tumbé en su cama deshecha y apestosa. La habitación tenía tantos olores malos, que uno no distinguía cuál era peor. Merodeando en su cuarto vi muchas hojas garabateadas, así como botellas de cerveza vacías, colillas de cigarro y manchas de escupitajos secos por todo el suelo. No tenía muebles y la única cosa de valor que parecía haber en ese cuarto era su misma alma. Me senté en una esquina de la habitación a cuidarlo; tomé un periódico viejo y esperé. Tres y pico horas después, el tipo despertó y comenzó a llorar. Al parecer no se había percatado de mi presencia. Gruñí un poco para que me notara. Inmediatamente paró de llorar. Se levantó ágil y me vio fríamente. Me dijo con voz furiosa:

―¿Se puede saber qué haces aquí?

―Lo estaba cuidando, señor. Usted estaba tirado enfrente de la puerta, inconsciente.

―Comprendo. ¿Y me veía muy mal? ―respondió más calmado.

―Honestamente, se sigue viendo igual de mal desde hace tiempo ―le dije.

―Lo sé. No soy un amante de la higiene y me siento fatigado, muchacho.

―No necesita decirlo. Se le nota a lo lejos y despierta muchas dudas por aquí. ¿Puedo saber qué le pasa?

―Te diré una gran verdad. Las únicas formas de encontrar a un hombre en condiciones como las mías son sólo dos: o es que tiene una enfermedad terminal o le han roto el alma a golpes. Los hombres somos muy fuertes en todo aspecto, pero cuando algunas de esas dos cosas nos atacan, nos volvemos maricas y fieles amigos del alcohol y la mala vida.

―¿Y qué es lo que usted tiene?

―La segunda ―dijo mirando hacia el suelo y con voz atenuada.

―¿Y cómo le han roto el alma?

―Mujeres. Siempre mujeres ―dijo en un suspiro.

―Pero señor, hay muchas en este vecindario. Además, con un buen baño y algo de colonia usted quedaría como nuevo ―respondí inocente.

El hombre soltó una sonrisa. Podría asegurar que era la primera sonrisa que mostraba en mucho tiempo.

―Tienes razón, hijo; los niños siempre tienen la razón, pero a mi edad te das cuenta que no puedes soltar muchas melancolías de un día para otro, aunque es lindo tener a un amiguito como tú ―respondió, con una tranquilidad ajena a la persona que le conocía.

―Gracias. Por cierto, mucho gusto, me llamo Amadeus.

―Qué lindo nombre. Mucho gusto Amadeus; me llamo Santiago. Y dime, ¿en verdad pudiste cargarme? ―preguntó.

―Sin problemas. Soy fuerte, además usted no pesa mucho.

―Lo sé, he bebido mucho y me he descuidado. Últimamente no he comido desde hace dos días. Sólo bebo y miro los días pasar.

―Mi madre preparó algo de comida. Si quiere le traigo un plato a escondidas.

―No me caería nada mal ―contestó calmado y sonriente.

Fui por el plato y devoró hasta la última migaja. Estuvimos platicando mucho rato, casi hasta media noche, hasta que mi mamá empezó a gritar mi nombre por el callejón para que me metiera a dormir. Me contó que era ingeniero y que ganaba muy bien, pero que por azares de la vida o de la infidelidad perdió a su única compañera, a la única que amó. Al parecer, su mujer lo había botado y el tipo entró en depresión. Me contó que ella le sacaba mucho dinero y lo engañó con un amigo de su trabajo. Le quitó la casa donde vivían juntos y una cantidad fuerte de dinero; lo mandó a golpear varias veces por resistirse a darle la propiedad, pero él nunca lo pudo comprobar ante el juzgado. Ni eso ni la infidelidad. Perdió su empleo y ella dejaba mensajes en su contestadora gimiendo de placer mientras estaba con el amante. Me dijo que le quitó casi todo lo que con esfuerzo ganó y que el departamento donde vivía era propiedad que su cuñado le había prestado temporalmente, en lo que conseguía empleo. El tipo estaba en la miseria y la mujer parecía el peor ser que habitó el planeta.

Tenía doce años recién cumplidos y las cosas que entraban en mí salían por el otro lado de la oreja. No prestaba atención a mucho y sólo pensaba en futbol y en las chicas del colegio. En ese tiempo no entendí las cosas que él me contó. Crecí y me di cuenta que el tipo vivía en un infierno, con una pequeña pensión mensual que su hermana le daba y que sólo gastaba en alcohol y cigarros; que la vida se burlaba de todo y que esas voces referentes al suicidio estaban presentes todo el tiempo, todo el día, toda la vida del pobre Santiago. 

Cuatro meses después de hablarle y de ser su amigo me cambié de ciudad. Años después se me hizo añicos el corazón y no supe que fue de él. Lo más probable, y lo más recomendable, era la muerte. Al menos eso me haría más feliz que saber que aún estaba vivo. A veces los humanos no debemos comenzar de cero, porque la obscuridad del alma es un cáncer que se calma con sonrisas temporales, pero que al estar en soledad retumba y quema cual fuego en el infierno.

Nunca volví a ver a Santiago y nunca creí que una mujer pudiera matar en vida a un hombre como él. Nunca imaginé que detrás de esas musas coloridas y de dulzura inminente se escondiera tal maldad. Nunca lo entendí hasta ahora; hasta que me enamoré, hasta que perdí, hasta ahora que no la olvido...


[Texto publicado en Guidxizá, una mirada a nuestros pueblos ―Año II, N° 84, Dom 09/Mar/2014―, suplemento cultural del Comité Melendre en EL SUR, diario independiente del Istmo. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.]