Ilustración de Roberto Peralta |
Ricardo Amadeus Morquecho Toledo
El tiempo se le iba, entre discursos mentales e imágenes violentas de un pasado a su lado, donde la súplica tomaba forma de miseria y su indiferencia de verdugo. El tiempo no le perdonaba los flagelos y desorientaba cada parte de su conciencia. Y es que él estaba desesperado, cansado y mermado de inquietudes que se presentaban como figuras y texturas. Él no olvidaba ni un momento su presencia; ese dulce aliento y esas tardes memorables. Parecía que su vida caducaba y la lucidez era evidente; se le notaba a lo lejos lo moribundo y ojeroso de pensar. Nadie sabía qué tenía.
Lo veía salir de su casa, desde temprano, cuando que me despertaba para ir a la escuela primaria. Cada vez se le veía más delgado y en algunas noches se escuchaba sollozando entre paredes y luces de ciudad. Nunca fui su amigo y mucho menos me había tomado el atrevimiento de hablarle, pero se veía tan mal que daban ganas de darle consuelo. Claro que yo, siendo un joven, desconocía muchos de los dolores de la vida (me habían dado golpes en la cara y pisotones al jugar a la pelota, pero una herida del alma era desconocida para mí hasta ese entonces).