En el año 2007 Ediciones Guidxizá publicó su segundo libro, al que denominó Los humanos mueren sonriendo, derivado del Primer Concurso de Cuento del Comité Melendre. En él cuatro jóvenes escritores compartieron relatos en torno a dos temas: ‘Mentira’ y ‘Muerte’. El texto que ahora compartimos quedó en primer lugar en ‘Mentira’.
El ladrón de Ticumán
Diana Rodríguez Vértiz
“...a hacerse el vivo, haciéndose el muerto,
para resultar de veras muerto por hacerse el vivo.”
Miguel Ángel Asturias
Hombres de maíz.
La vi hermosísima, con el cabello mojado y las manos llenas de fruta. Se paró en el puesto de Don Germán a comprar un té para las hernias de su mamá; eso me lo contó mientras esperábamos el camión, hacía un calor de la chingada, yo sentía el sudor en las patillas y miraba su nariz llena de gotitas. La Irma sonreía y miraba las bolsas, como si solitas se fueran a vaciar de andar presumiendo todo lo que había comprado. Yo le miraba las manos rojas, con los dedos gorditos y las uñas largas, y luego subía la mirada a su rostro, inspeccionando todo su cuerpo; cómo me gustaba cuando se ponía la blusa azul de seda. Y cuando la veía saliendo de la escuela, bien bonita que se veía con el uniforme. Así, todos quesque dábamos la vuelta para ir a jugar futbol, pero nada qué, nomás queríamos ir a ver a las del Instituto Morelos, con sus falditas azules y sus piernas bien torneadas, pero yo no veía a las demás, palabra, yo sólo tenía ojos para ver a la Irma, con sus listones azules y su cabello amarrado en dos trenzas. Y cuando se quedaba leyendo mientras esperaba a que la doctora pasara por ella, así, en la sombra de la bardita, ni ruido hacía, no se escuchaba ni su respiración.
A la Irma todos la pretendían, como a todas las hijas de los doctores de Tucumán; sólo por ser la hija del doctor Ulises y la doctora Judith. Así, porque tenía una casototota con alberca y todo y porque seguido iba a la ciudad, todos los viernes se iba a Cuernavaca al cine y regresaba con un chorro de bolsas, y dicen que sus abuelos y sus tíos son gente de varo allá en México. Por eso se todos los fines de semana se alejaba, a mí me contó que se iba a estudiar a la universidad de allá. Eso me lo contó cuando ya me tenía confianza y empezamos a salir, fue ahí cuando yo juré que por ella iba a sacar la prepa, que trabajaría pa’ poder desposarla, que por la Irma yo daría todo, hasta la propia vida…
Y yo no tenía vicios antes de enamorarme de la Irma, pero nomás me acerqué a ella y me llegaron los malos modos, no podía dormir, como que me picaba la espalda y ni me podía concentrar, después quería todo así, rapidito y de buena manera, esperaba que las gordas que llegaban al puesto escogieran rápido su pollo, aprenderme los elementos de la tabla periódica con una sola repasada, que la Irma se me entregara luego luego y que mis ahorros se triplicaran para poder impresionar a los doctores. Y es que si la Irma no me quería por pobre yo lo podía entender, dicen que tenía un novio rico en Cuernavaca y que no lo dejó ni antes ni después de conocerme, pero yo no les creía nada, sigo sin creerlo.
Y resulta que fue así, sin más, que le llegué a la Irma, no de madrazo porque la iba a asustar, antes de enamorarme bien de ella no hacía las cosas rápido y sin pensar; no. Practiqué una semana para hablarle; estudié los horarios en los que la dejaban sus amigas y esperaba a la doctora, los espacios en los que no estaba demasiado concentrada en leer, las oportunidades de que hablara conmigo. Los jueves iba al mercado y saludaba a todos los vendedores; la gente del pueblo la conocía, como conocían a la doctora y a sus hermanas, pero a ella la querían más por buena gente, me cae que no le hacía el feo a nadie como los arpías de sus hermanas, pinches viejas, todas se fueron a vivir a Cuernavaca y a estudiar a la ciudad, y ni quién las viera por el mercado, como si no se quisieran juntar con los que no fueran de su clase, pero eso sí, para la foto del periódico salían repartiendo ropa y ayudando a su mamá con los enfermos.
Pero la Irma no era igual, ella le hablaba a todos y cuando era chiquita salía a jugar con los de la cuadra, después creció y ya casi no estaba en Ticumán, pero seguía yendo al mercado, tomaba el camión en vez de manejar una camionetota y siempre tenía tiempo para escuchar historias ajenas, así fue como la enamoré.
Irma estaba recostada en la cama, se quitaba la mugre de las uñas mientras se zafaba los tenis con los pies. Odiaba el calor de Morelos, y odiaba más vivir en Tucumán. Tomó la propaganda para la Universidad; “sólo me falta un año”, se recordaba mientras apretaba la guía de estudio y comenzaba a resolver operaciones de tercer grado. Como todas sus hermanas, estudiaría tres años de la carrera en la Anáhuac y cuando empezaran las prácticas se cambiaría a la UAEM, “la ventaja de estos pueblos, es que hay hospitales vacíos en todos lados, y si matas a alguien no te pueden demandar”. Concientes de la autoridad moral que representaban sus padres en Ticumán, las hijas de los González Ruiz, hacían y deshacían lo que querían en el pueblo, donde, afortunadamente, todas pasaban cada vez una menor cantidad de tiempo. Excepto Irma.
Decidió no aprender a manejar para poder viajar en el carro con su padre, para que diario hicieran juntos el trayecto de dos horas, a las 4 de la mañana, para llegar a tiempo a la universidad; la única que sintió vocación por la medicina, no porque le asegurara un empleo bien remunerado, sino por las visitas al consultorio de la doctora Judith, y las comidas en la sala de espera, donde ella esperaba que el doctor González saliera de una de sus excelentes intervenciones.
Y de repente pensó en Julián, el hijo de la señora que vendía pollo fresco. Pensaba en lo extraño que era verlo diez años después de haber sido una amiga de infancia, y por qué se acercaba a ella para hablar “es que la gente de los pueblitos, como que necesita un psicólogo ¿no?, o sea, le cuentan su vida al primero que se encuentran”. Siempre la seguía desde el mercado a la parada del camión, y platicaba con ella, con la mirada fija en el suelo, preguntándole cosas, que seguramente eran importantes para él e impresionándose con lo que a ella le parecía cotidiano.
―¿De veras se ha subido a un avión? ―preguntaba el chico, con los ojos muy abiertos y los labios succionando aire.
―Háblame de tú, somos vecinos.
―Vecinos, pero de acá pa’ allá, ahí ya es barrio fino…
―No seas tontito ―contestaba Irma, con el compromiso de ser la niña educada, políticamente correcta, consiente de su status en el pueblo de Ticumán y de la desigualdad que existía aquí como en cada rincón del país, sabiendo que los terrenos grandes y las casas lindas, ciertamente, pertenecían a quienes no vivían ahí, y por lo tanto, asumiendo un papel maternal con los “pobrecitos que no tenían más y nunca iban a acceder a nada”.
Julián, más que nadie, le causaba una inmensa ternura, cada vez que hablaba con él en la parada del camión, los jueves que iba al mercado, cuando se acercaba a ella, casi sin hacer ruido mientras esperaba a su mamá y leía revistas de moda dentro del algún libro, y cuando escuchaba con atención la diferencia entre medicina homeópata y alópata, y explicaba así, porque eran tan diferentes los consultorios de sus papás.
Irma veía potencial en aquel chico “es que, les juro que no es como los de Ticumán, o sea, habla mal y todo ¿no?, pero por lo menos no dice vistes y esas cosas, yo creo que si entrara a la prepa, igual y se podría superar ¿no?”.
Julián se sentía dichoso cada vez que hablaba con Irma, y cuando pensaba que podría invitarla a salir, las cosas se volvían a complicar. Cualquier lugar corría el peligro de ser considerado corriente por la bella dama, así que pensaba con mucho cuidado en las opciones que sin duda alguna, nadie, ni siquiera una de las hijas de los doctores de Ticumán, pudiera rechazar.
Y el día que pensaba invitarla a salir, después de contarle cómo había metido cuatro goles en un imaginario partido de futbol, pasó algo extraordinario, su madre se desmayó, según dijo Irma, por el exceso de calor.
Que si fuera una de sus hermanas nos deja a todos ahí, pero lo primero que hizo fue pedir un taxi. Y ella lo pagó, pues yo me sentí mal, pero tenía que usar ese dinero para las medicinas, fuimos al consultorio de la doctora Judith y ni nos quiso cobrar, le recomendó a mi mamá comer más fruta y nos dio un papel con el nombre de unas hierbas. De ahí, con el pretexto de darle las gracias, la invité a salir, primero pensé en llevarla a comer a La Bomba, pero no era un lugar como para ella, así, un restaurante fino. Entonces, después de mucho meditar, pensé en un lugar al que nadie le hace el feo: el cine.
La Irma no pudo esa semana ni la próxima, pero un jueves dijo que sí, entonces fuimos al cine que está por Aurrerá, vimos una película con subtítulos en inglés y ella salió quejándose de la mala traducción, yo apenas y lo podía leer. O leía o veía la película, así que decidí mirar a la Irma toda la función. No quiso comprar palomitas y yo sólo veía su nariz respingada con el reflejo de la luz, hasta en la obscuridad se veía bonita, con sus trenzas y su cabello no tan largo, a veces se pintaba las puntas de rosa, o de azul y se soltaba el cabello, pero a mí me gustaba más con sus trencitas y su blusa de seda. Que lástima que nunca la vi con falda.
Cuando acabó la película su mamá le habló al celular para decirle que estaba afuera del cine, esperándola, entonces se despidió de beso y se fue caminando con las bolsas del mercado que había cargado toda la tarde para convencerla de que al cine sí podía ir con todo y bolsas. Y ya en el carro me hizo señas con la mano y sonrió; hasta la doctora me dijo adiós desde el volante.
Estuve toda la tarde y la noche así, en la pendeja, viendo el perfil de la Irma, a contraluz, en la sala del cine, y es que ganas de agarrarle la mano no me faltaron, pero a la Irma yo la respetaba, sobre todo porque era niña de casa, bien. Y cuando ya no pude más le conté todo al Joaquín, desde la vez que la encontré en la parada del camión y le tuve que hablar, que la vi chula, bien guapa, y leí en la revista que llevaba en la bolsa “Hermosísima este verano” y así la vi, hermosa.
Y el Joaquín, que se las sabe todas todas, me dijo lo que tenía qué hacer: primero comprarle cosas bonitas, que parecieran caras, y ya de ahí empezar a tomar confianza. Pero con la Irma era diferente, ella se daba a respetar, así que tenía que pensar todo con mucho cuidado, intuir qué era lo que más le gustaba. Y entonces recordé haberla visto oliendo las flores, cerrando los ojos en el mercado mientras sostenía un ramo recién comprado, y también sabía que le gustaba escuchar, todos platicaban con ella y la Irma no dejaba de sonreír y poner atención a cada una de las palabras emitidas por algún vendedor o una señora de sociedad que se encontrara a fuera de su escuela mientras esperaba que su madre o sus hermanas pasaran por ella.
Fue cuando decidí comprarle unas flores y comenzar a platicar, yo vi su cara cuando las recibió, no las olió como las que compraba, pero se puso bien feliz. Le ayudé a cargar las bolsas del mercado, y por la pura pena de hacerme cargar, le dijo a su mamá que pasara por ella todos los jueves después de hacer sus compras, pero ese día yo le regalé las flores y la llevé a su casa y ahí le conté todo lo que había hecho ese día, desde la mañana cuando tomé el desayuno con mi mamá, hasta la tarde, cuando la vi saliendo del mercado y le compré las flores.
Y así nació nuestro amor, todos los jueves yo cargaba sus bolsas del mercado en lo que llegaba la doctora Judith a recogerla y le platicaba todo, que ya iba a hacer la prepa abierta y que había ahorrado mucho de tanto trabajar. Y como ella se mostraba cada vez más interesada en lo que le contaba, hasta me hice a la idea de hacer una carrera, y fue cuando le confesé que quería ser actor.
Irma tenía tres presiones acumuladas en la espalda. El examen de ingreso a universidad, las hernias de su madre que pronto serían operadas, y el fastidio de sus hermanas por un pretendiente como Julián., y es que “pobrecito, o sea, debe de tener un incentivo en la vida ¿no?, igual y así se supera, no sé, dice que quiere ser actor…”
Las risas de sus hermanas estallaban junto con la de ella, que, por más que intentaba contener, no podía evitar salir de golpe, al recordar el rostro moreno de Julián. “Igual y ni siquiera conoce el teatro, pero sí se puede superar”. Irma inventaba miles de excusas, evitaba los lugares comunes, y procuraba nunca estar sola desde que se había percatado del evidente enamoramiento del hijo de la dueña del puesto de pollo. Y lo había sospechado desde aquel día que esperaba el camión, con el cabello mojado con el agua de una botella, las manos asquerosas, llenas de fruta, y la desesperación del calor y de mantener una sonrisa más falsa que de costumbre.
Julián comenzaba a darle más pena que de costumbre, no era ya su posición social lo que afligía a Irma, sino lo inalcanzable que resultaba para él “o sea, es que, mi vida, es súper lindo, pero eso no le quita lo ignorante, además está súper prieto ¿no?, y me cuenta todo, o sea, tiene el síndrome del pueblito, igual es menos aburrido que escuchar si subió el jitomate y esas cosas ¿no?, pero igual, o sea, sí me da miedo cuando se me acerca, de hecho no sé por qué no entiende que lo evado, o sea, yo tenía una vida tranquila hasta que me empezó a acosar”.
Atribuible a la “paciencia que tenía con la gente de pueblo” el amor de Julián era el tema principal para crear chistes a la hora de la cena, donde los más crueles, obviamente formulados por Irma, comenzaron a representar una buena opción para quitarse una carga de la espalda. Fue cuando pensó en algo que hace mucho tiempo le había dicho su padre: “si quieres estudiar antropología en vez de medicina hijita, acuérdate que con dinero baila el perro”.
Y fue cuando Irma, “por el propio bien de Julián, o sea ya, para que se baje de la nube” comenzó a pedir regalos inaccesibles para el joven pollero. “Nada de compasión por compromiso”.
Y es que ya sabía yo que, en cuanto empezara a tomar confianza, la Irma iba a sacar su lado burgués. Y fue ahí cuando vi que con mi dinero, o pagaba la prepa abierta y mi curso de actuación, o le compraba a mensualidades su tele y su aparto de cidis. Y fue cuando decidí que podía robar para pagar las tres cosas.
Primero le saqué uno que otro anillito a mi mamá de su cajita de alhajas, lo malo es que es de esas musicales que tienen una bailarina de ballet. Pero a mí el Joaquín me enseñó, “nomás le jalas de la cuerda hacia abajo, y deja de hacer ruido” y este, como todos los truquillos que me enseñaba Joaquín, funcionó a la perfección. Y la cara de la Irma cuando le daba todo lo que me pedía, ponía unos ojos de sorpresa, y es que el amor todo lo puede. Y así fue hasta que me pidió una televisión. ¿y de dónde chingaos iba a sacar una televisión? Para esto yo le había dicho a la Irma que trabajaba en el Noa Noa de vigilante en la noche y que ahí me pagaban bien, así que ella podía pedirme todo lo que quisiera, que no había problema, que en un año hasta tarjeta en el banco iba a tener. Y que la Irma me toma la palabra, y fue ahí cuando el Joaquín me enseñó a escalar la pared y treparme a los techos de casa ajena.
“Y yo muerta de miedo con el ladrón de Ticumán, o sea, me dio pavor ¿no?, es que hay que ser estúpido para llegar con una televisión usada y regalársela a alguien, justo cuando todo mundo está hablando de que se metieron a robar a la casa de Doña quién sabe quién ¿no?”
Y como ya corría el rumor a voces, hasta el Joaquín me dijo que no fuera güey, que si quería seguir con la mano floja, que mejor en Atizapán, que la tele porque era emergencia pero que ya me conocían en el Pueblo, que ya sabían que era yo y que me iban a dar un plomazo si me encontraban en otro techo.
Y dicho y hecho, como yo había aprendido mucho en las clases de actuación, dije que nadie me iba a escuchar, que iba a ser como un muerto, pero para desinhibirme primero pasé a los pulques de Doña Cata, y antes de perder el equilibrio, me subí al techo de doña Asunción, así estaban los testigos que iban a avalar que toda la noche estuve en la pulquería, y solito se iba a desmentir que yo era el ladrón de Ticumán.
Y bien dicen que nunca terminas de conocer a la gente; doña Asunción, que dicen que en sus años mozos fue monja y por eso no encontró marido, cuando me escucha en el techo, saca la fusca y da dos balazos. Entonces caí al piso y observé el cielo, todavía alcancé a escuchar los rezos de la señora y sus pasos alejarse.
“Yo sabía que no era, o sea, pobrecito, pero igual estaba hiper sospechoso ¿no?, dicen que mataron al ladrón de Ticumán” Irma y sus hermanas, como todo el pueblo, indagaban sobre la identidad del El ladrón de Ticumán, que comenzaba a convertirse en leyenda, tal vez la única que tenía el pueblo.
Y ya en la madrugada me paré, y luego me contaron que llegó la policía y todo, que doña Asunción se puso nerviosa y dijo que no había pasado nada en su casa, que ella no tenía pistola y que si querían pasaran a registrar. Pero eso sí, los cubiertos que me robé de su cocina, si los vendí bien en Atizapán, me dejaron para comprarle ocho ramos de flores a la Irma, que seguro ya había hablado con sus papás de lo nuestro, y por lo mismo, ya no la soltaban.
Y de ahí en el puesto cada vez que alguien me veía decía: “…y si te metes a mi casa cabrón, te voy a matar” Y en el techo de los Flores, fue cuando me echaron el segundo balazo, lo mismo, yo me caí haciéndome el muerto, y en lo que subían por mi cadáver me daba tiempo para bajar y ahora sí echarme a correr. Lo mismo pasó en la casa de la señora Leonor, cuando su hijo, ese sí, precavido, se echó como cuatro balas y casi me deja sin brazo, pero cometió el mismo error de tardarse en recoger el supuesto cadáver, tarea que se repitió en las casas sin seguridad, de las que estaban del lado de la de los doctores, que generalmente se encontraban vacías entre semana y de donde saqué dinero hasta para pedir la mano de la Irma, y ahora sí, hacerla mi mujer.
Fue entonces cuando decidí probar mi suerte y hacerme el muerto cada vez que me cacharan en techo ajeno. En todas las casas de Ticumán hay tres cosas seguras: una Biblia, una tele y una fusca. Para armarme de valor iba comprar mi mezcal (ya tenía dinero para pagarle el trago hasta a mis amigos) y después hacía mi recorrido nocturno, siempre en el techo de una casa diferente. Hasta que una madrugada, comenzando a amanecer, estaba en el techo de la casa de los doctores, y con la mirada fija en la ventana donde seguro dormía la Irma. Y como ese día había tomado más de lo debido, me armé de valor y decidí que de esa casa sólo había una cosa que me interesaba robar, y fui desplazándome por el techo, para bajar a la ventana de la Irma, y avisarle que a la madrugada del día siguiente me la iba a llevar, que nos íbamos a escapar juntos.
Fue cuando el doctor Ulises González, con el arma en mano, descubrió aquello que más le aterrorizaba del Ladrón de Ticumán. Y es que, más que el robo de los múltiples objetos de valor que se encontraban en su casa, el rapto de alguna de sus hijas, de Irma en especial, era lo que no lo dejaba dormir, hasta que aquél hombre que moría en las noches, a quemarropa y renacía para volver a robar, quedara muerto y sin posibilidad de reencarnación, bajo su propia mano.
Observó a aquél muchacho en total estado de ebriedad, intentando entrar a la habitación de sus hijas, fue cuando tiró del gatillo y ayudó al ladrón de Ticumán a caer del techo, para quedar frente a la habitación de Irma e Inés, bañado en sangre, como ninguno de sus anteriores asesinos lo habían visto, pálido y todavía con una ingenua sonrisa en el rostro.
Yo todavía alcancé a escuchar el grito de Irma ―que de seguro sigue sufriendo por mí―, la vi con sus trenzas y con un camisón blanco, transparente. Sus brazos delgados y los huesitos de abajo del cuello que se le salían; tenía la cara de que acababa de despertar, pero igual se veía bonita, hermosa, todavía me dio tiempo de sonreírle y de decir: “ mi amor”.
“Yo les juro que todavía alcanzó a decir algo, creo que pidió perdón, igual y se sintió mal ¿no?, pero bueno, eso no es lo importante, o sea, pensar que por ese naco van a meter a la cárcel a papá” Decía Irma, mientras lloraba en el hospital, mientras pensaba, al lado de sus hermanas, cómo darle tan desagradable noticia a su madre recién operada.
Al funeral se presentó el pueblo entero de Ticumán, que se lamentaba por la pérdida de tan buen muchacho, se dio un balazo en el techo del doctor, espectáculo sumamente desagradable para él y el resto de su familia, y es que se había muerto porque Irmita, la más chica de las hijas de los doctores, había rechazado cualquier vínculo con él, y es que era cierto, las hijas del doctor eran niñas de bien, y ella ya se iba a la ciudad, hasta tenía un novio en Cuernavaca.
Algunos minutos antes de que los invitados salieran de casa de la desolada madre, el doctor Ulises González se presentó, vestido de negro y con una enorme caja de cartón, saludando a las pocas personas que quedaban dentro, y con el rostro más frío que de costumbre. Se acercó a la madre de Julián, que lloraba recargada en el ataúd, y mirando fijamente el cadáver del joven, le murmuró a la pollera: “vengo por la televisión que se robó su hijo”.
[Texto publicado en Guidxizá, una mirada a nuestros pueblos ―Año II, N° 74, Jue 26/Dic/2013―, suplemento cultural del Comité Melendre en EL SUR, diario independiente del Istmo. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.]