Sica nisaguié | Como la lluvia

SICA NISAGUIÉ

Enedino Jiménez

naya’ni’, nabiuxe, qué gapa xigaba’
ra calate piipidó’
ndaani’ xpidxaana’ guidxilayú,
zacá rilátelu’ ladxiduá’
dxi cayannaxhiilu’ naa.

Ilustración: Delfino Marcial Cerqueda

Ca binnizá | Los zapoteca

CA BINNIZÁ


Binnizá laadu.
Binni nadxii xquenda.
Ca binnizá yooxho’ Gula’sa’ biree laca’
gunaxhiica’ gubidxa, bisiá ne beedxe’.
Gubidxa bizaani’ guirá’ neza guzaca’
ne bizaani’ dxiiña’ risaca bi’nica’.
Bisiá bisiidí’ laaca’ guichézaca’ lu bi,
guiásaca nandí’, chu’ca ra jma naso guibá’.
Guendanadxiibalú ne guendarucaalú nadipa’
beedxe’ biluí’ ni laaca’ ne biaananeca’ ni.
Ca manihuiini’ ripapa neza rihuinni guibá’
zaqueca biduunaxhiica’.

Ne xinaxhi riale lu guie’, ca rigola que,
saa dunabé sicarú gulá’quica’, biindaca’ ne biyaaca’
lu bi, lu za, lu bacaanda’ ya’ni’ xtica’.

Zaqué nga guyá’ guendalisaa cá lu xpia’
ca binnizá nuu yanna,
ca binni nadxii xquenda.


Ojos del agua

Hiram Aragón
Didier López Carpio

Vi al viejo agacharse a ras de suelo y meter el mentón en el pocito claro que nacía entre unas rocas lamosas. Bebió como animal montés en abrevadero. Tardó casi medio minuto sorbiendo, a paso lento, con degluciones cortas y saboreadas: los ojos cerrados, las orejas restiradas hacia atrás, la nariz burbujeando entre la membrana vidriosa de la superficie líquida. Ese era un momento de vida, como comer, trabajar, engendrar o morir. El hombre bebió del manantial desde siempre, directamente de él, acarreando agua en tinajas de barro, cubetas de peltre y bules sellados con un olote hermético que le hacían la faena menos sofocante durante la canícula. 

Recuerda que en el pueblo no se necesitaban pozos, acaso algún pretencioso escarbaba en sus terrenos la privacidad de su propia providencia, pero la mayoría la acarreaba de aquel nacimiento borbollante y la llevaba a reposar a una olla de barro poroso para que se mantuviera fresca y pudieran preparar más tarde pozol, y en las tardes hervir café en la leña del patio. 

Óbitofranquezas II / III

Enrique Chan


II

La tarde en que moriste, Tomás, tu madre hacía tortillas 
y cantaba una canción de los tecolines 
que sonaba en la radio.

Un par de horas más tarde, golpeaba estrepitosamente tu pecho, 
desecha en llanto, como regañándote por haberte muerto.

El funeral del armadillo

Gregorio Guerrero 
Ángeles López Alonso

Fue un día de primavera en la montaña de Guiengola, parte de la sierra atravesada entre la planicie del Istmo de Tehuantepec. Se escuchaba a lo lejos el canto de los cenzontles, tortolitas y pájaros carpinteros. Un caudaloso río recorría las faldas de aquella imponente montaña y una variedad de animales componían la fauna silvestre, exuberante y extraordinaria de aquel mágico lugar.

Pero en aquel paraíso había sucedido algo que estaba a punto de romper con la tranquilidad y la armonía. Hacía varias noches que un viento frío rondaba aquel lugar y  gruesos nubarrones cubrían el cielo. Durante dos noches la lechuza, ave de malagüero entre los zapotecas, había entonado su canto fúnebre sobre la entrada de su madriguera, y lo inevitable sucedió: el anciano mayor entre los animales, el armadillo, conocido en lengua zapoteca como Ngupi, cansado por el peso del tiempo, había expirado su último aliento esa madrugada.

La noche briaga de tu ausencia

Jesús Urbieta Palizada, Chu Huiini
Alba Magariño Saynes


Nunca, como esa noche, había sentido tanto que te quiero. Tu ausencia y el alcohol (esa pócima mágica de la felicidad) lograron que en menos de una hora soltara todas esas lágrimas ―no fueron tantas, pero sí dolieron― que se habían quedado pegadas dentro de mí. Las últimas, espero, aunque no creo.

“No le eches la culpa a Reyna de mi ebriedad”, le dije a mi padre, “la que decidió emborracharme fui yo”.  Y así fue, yo decidí emborracharme como dicta la tradición del rapto, pero no fue por ti ni por tu ausencia. Simplemente decidí acompañar a todas esas mujeres, y sobre todo a esas dos colombianas que llegaron inesperadamente a mi casa preguntando por mi padre. Por eso tuve que ir (tuve: porque confieso que no quería hacerlo. Ir a un rapto me resultaba intrigante, nunca había visto uno antes, sólo tenía los datos esenciales: el novio llevándose a la novia; los padres del novio informando a los padres de la novia, el desfloramiento, la mancha en la sábana blanca, la fiesta en casa del novio, las mujeres de la novia yendo a constatar ―¡qué vergüenza!― si salió virgen o no; luego las chelas, el mezcal, y el embriagado baile para después llevarlas de nuevo a la casa de la novia con banda y alegría etílica. Me resultaba intrigante, sí, pero no estaba de humor), por eso o para eso, mejor dicho, tuve que ir: para guiarlas y mostrarles el camino hacia Jorge Magariño, y llevarlas, de paso, como dijo una (ambas se llamaban Claudia), al paraíso.

Olin mi canto

Ezequiel Ortega
Samantha Martínez Maya

Viene el hombre de maíz
De maíz el hombre y la mujer
que curten la piel del suelo a pasos de coa
plasmando el tiempo de flores sobre su pecho
Cosechas de temporal entre las montañas
Los ojos de agua de la mixteca
Noches de ermitas    grillos y lechuzas

Tierra y cielo
Sol y luna
El águila que dejó su pluma
sobre el camastro de la redonda choza

Se anunciaba así el tiempo del movimiento
de andar bajo el azul del cielo
Manto de algodón sideral tus nubes
Miradas que nos llevan a tocar un poco las estrellas

Viajaste lejos
Hombre entre tus hombres
que conocen de distancias largas y caminos sinuosos
Andando por fuera las montañas 
Saliendo de las barrancas
Afianzando las raíces en las ciudades frías

Biquiixhu

Alfonso Garfias
Pamela Flores

Para mi abuela, 
por los días en que nos encontramos. 

“Si caminas por ahí y te encuentras algún individuo con costurones en la palma, toma precaución y no te acerques a menos que sea de suma confianza”. Así recomendaba mi abuela, y su consejo se debía a la historia a la que me referiré. 
     
En casa de mi abuela Na Yana teníamos por costumbre, antes de ir a dormir, guardar todas las cosas que durante el día reposaban en el solar. Recogíamos la ropa colgada en los mecates, el jabón para lavar, las cubetas, los costales con frijoles, los trapos y también las hojas de plátano y los granos de café que poníamos a secar. Metíamos todo adentro de la cocina y luego la cerrábamos con candado. Después, nos íbamos a dormir a otro cuarto en el que atrancábamos la puerta con un palo y, luego, colocábamos una bandeja con trozos de vidrio en la entrada. Esto lo hacíamos desde que yo tenía memoria y aún lo practicamos, pero dicen que no siempre fue así. Na Yana me contó una vez el porqué de este ritual.

Pez / Nagual

PEZ

Óscar Zárate

Tus ojos que rompen 
mi calma,
llegas con tus olas
constantes a mi playa:
me mojas, me besas.
Qué tienen mujer
tus ojos…
una atarraya que se
enreda en todo mi cuerpo.

Viejas formas

Ezequiel Ortega
César Rito Salinas

María. Pongo por nombre María, aunque todos sepamos que no se llamaba María. Pero de ella es la expresión arriba escrita, y no la dijo allá por los rumbos de la playa del río, ni en el oscurecido atrio de la iglesia, ni en ninguna de las calles apartadas del barrio. Esta María, mujer muy bandida, llegó caminando, sola, al callejón de Pepe Dichi. Quién sabe qué andaría haciendo la mujer por ese sitio. Allá arriba, en la carretera, ya habían pasado los camiones que traen a los obreros de la última guardia en la refinería. En el callejón no permanecía ya ninguno de los borrachos que esperan el regreso de los trabajadores para pedir algunos centavos para comprar la última cerveza de la parranda. Las luces estaban apagadas. La gente ya dormía a esa hora en el patio de su casa. Pero por ahí andaba María, con la frase entre los labios: “esto está más oscuro que la noche en que se perdió el cuche”. La dijo bajito, junto a mis cabellos, bien lo sé. Ya no caminamos más. Todavía lo recuerdo, aunque ha pasado ya tanto tiempo.