El retrato de mi madre

Andrés Henestrosa

…Cuando he preguntado su edad, me ha respondido que al ocurrir el cólera del 83, era ya grandecita. Con este dato, he deducido su edad. Si en 1883, tenía cinco años, que es cuando ya se puede tener memoria, ahora irá teniendo setenta años.

Ella fue la primera hija de dos que tuvo Bárbara Pineda, mi abuela. La segunda se llamó Severina y murió muy joven. Tuvo seis hermanos, de los cuales viven cuatro. A Adrián y Crescencio, ya los has visto en foto: el que está solo y tiene un lunar en la mejilla es Chencho; el de los bigotes canos, Yan. Otro, Eustaquio, estaba en el pueblo el día que fotografié a la familia, pero mi llegada le produjo tal alegría, que habiendo tomado demasiado vino por festejarme, no estaba en condiciones de que se le retratara. Otro más, Juan, estaba de visita en México; cielo nublado y la prisa con que anduve, no me dejaron tiempo para retratarlo. Francisco y Máximo, ya va para treinta años que murieron.

Tal vez mañana amanezca

 Luis Manuel Amador

Tal vez mañana amanezca y alguien tome no un arma (no lo he dicho pero ya no hay palabras y estoy solo) sino la pluma para sacar al aire sus entrañas en manojos bajo otra noche, una en que se llega a sentir alegría y solidaridad con los retretes reflejando las constelaciones, donde la transparencia baje desnudo al esqueleto del idioma hasta hacerlo invisible e inseparable del mío.

Ilustración: Víctor M. Chávez Regalado

Profuso y cenizo


Ilustración: Jesús Urbieta














Jesús Urbieta 

Amor de un medio día
profuso y cenizo 
viejo y harapiento 
al cuál no he olvídalo 
¡ha! mi corazón como una góndola
que llena de salitre sus ventrículos
hay un cielo de estrellas
en tu pequeña constelación de veranos
yo me pensé en tu rivera
la vida niebla se purifica al fuego 
quién está allí en tus arterias
comiendo de tus glóbulos mi savia
es infinito y preciso enterrar a la noche 
y rescatar la púrpura luz del que nace
yo anduve a solas en mi automático  silencio
cometí tal desolación en los muros obituarios
de tu obcecada marea
de tu compulsiva espuma
convoqué murciélagos
ascendía al árbol de tu fruto sabio
y apetecí 
de mi costado

La Sandunga, canto de unidad, canto de guerra

Busto de Máximo Ramón Ortiz
Gubidxa Guerrero

Cuando los ancianos escuchan los acordes de La Sandunga, inmediatamente cambian el semblante, y la emoción se apodera de ellos. Lo mismo sucede cuando un zapoteca del Istmo se encuentra lejos del terruño. Y es que si existe un son que identifique por igual a tehuanos con tecos, a jeromeños con guiaatis, y a habitantes de todas las poblaciones de la planicie costera, ese canto es La Sandunga.

Mucho se ha especulado sobre su origen. Se ha discutido bastante acerca de la ciudad donde surgió. Lo cierto es que esta pieza, si bien se ha convertido en un canto de todos, está asociada a dos personas: Máximo Ramón Ortiz y Andrés Gutiérrez (Ndré Saa, quien se se dice que la musicalizó como la conocemos ahora); tehuanos ambos.

¿De cuándo procede? Éste, como otros elementos culturales que enriquecen la identidad de los binnizá, nace del fuego de las batallas. En abril de 1850 el pueblo de Juchitán y el entonces Barrio de San Blas iniciaron la rebelión más grande habida en el sureste mexicano durante los últimos doscientos años. Dirigió el levantamiento de los zapotecas istmeños José Gregorio Meléndez, conocido entre los suyos como Che Gorio Melendre.