Luis A. Chávez
Ahora que espulgo como un can calladamente las espigas, que veo mis manos trabajar las diminutas piedras: aparte el alma y a un lado el pan común; hoy que me dan cuenta algunas aves en el patio que la vida es tan sencilla y tan simple pues se dedican a lo suyo y a evitar al gato; en silencio, a mi rotundo afán de ser tan mínimo porque una especie de voz obliga a que baje la cabeza, procuro por el agua, la cebolla, el ajo, la sal y la cuchara de palo.
El hambre de esa sed que me hervirá en minutos, será vencida hasta la muerte, aplacada como un barco que zozobra y su tormenta será un adorno más, recordatorio a intervalos.
La tortilla viene, a fuego se convertirá en ceniza, se arrastrará por el desagüe, a la inversa de su plenitud y su sosiego. Como anotación, la plaza está vacante (para no decir vacía) y pueden las hermanas de la caridad y que protestan por llevar a Cristo a sus mejores términos, pasarse a mi anchura, mi bando que no promete más y ya no lucha.
Todo nos puede ser igual, la religión, los hijos, cuando sin compañía y a semejante edad se limpian los frijoles y las mujeres pasan, las escucha uno: sus voces son comida, son como lumbre y espadas y nos debemos de creer ―cuestión de honor― en tragaldabas.
Ahora que hay una doble paz, que se trapea y se barre, se quita el polvo de lo material mientras los huesos oyen a la tierra, se tienden las ropas al sol que de manera abominable sólo tiene luz para apoyar al jabón, ahora es que por fin nos abren la comprensión de las cosas.
La estufa es un espejo, la casa es un delito. Y al cocinar quisiéramos de una buena vez tratar las alas, echarlas a esa hoguera que nos pesa tanto; desposeídos como estamos, despojados del espacio donde se nos aplaudió por ser dioses.