Lade yoo

 
Existen en la vida diferentes espacios: algunos abiertos a todo público, otros para la intimidad familiar, hay espacios exclusivos para los amigos más cercanos y hay otros particularmente diseñados para los amores, espacios especialmente construidos para él o ella, rincones con la magia de la penumbra, la calidez que siempre invita a la cercanía física, a hacer de los cuerpos amorosos templos, a hacer de una boca depositaria de toda la pasión que despiertan sus manos o la tibieza de su piel, sobre la cual es siempre placentero hacer amplios recorridos de norte a sur. ¡Ah! el sur…
 
Ilustración: Gregorio Guerrero
Pero entre todos esos espacios, existe uno sobre el cual la mayoría de los seres procuramos discreción y que a mí, sin embargo, me trae especiales recuerdos de los días de mi infancia cuando el Baño era una palabra casi ausente, puesto que quienes integrábamos la camada de niños de la Séptima Sección y particularmente del Callejón de los Pescadores, preferíamos alimentar la tierra en ese breve espacio que antes existía entre las casas de ladrillo y tejas, el Lade yoo, lugar que en el día servía como ruta de evacuación, proceso seguido por el presto servicio de limpieza porcina, que devoraba cualquier sustancia emanada de nuestros infantiles traseros; y por la noche se convertía en el sitio favorito de adolescentes y jóvenes, que en la oscuridad del Lade yoo protegían sus escarceos amorosos de la severa mirada de las matronas.
 

Lo que en la Séptima Sección llamábamos “baño”, físicamente era un espacio cúbico de ladrillos o “bloks” apilados, formando pequeños y frágiles muros, entre los cuales se ataba un pedazo de tela a modo de corrediza puerta. Este sitio carecía de techo, la altura de sus improvisadas paredes no rebasaba el cuello de un adulto de pie, y casi siempre se ubicaba un tanto alejado de la “casa de los santos”, sea al final del patio familiar o cercano a alguna vereda, de tal forma que para mí, cuando por las mañanas salía a vender queso o por las tardes me dirigía a comprar las tortillas (gueta suquii cocidas en hornos de barro), era una imagen común la presencia de una mujer dentro del baño con el pelo y los hombros escurriendo las gotas de agua que una jícara de morro habían lanzado sobre ella, al mismo tiempo que conversaba con alguna otra señora que en ese momento pasara por ahí ya sea vendiendo algo, como suelen hacer las juchitecas o simplemente comentando los últimos sucesos locales.          
 
Ilustración: Gregorio Guerrero
El baño era eso, un espacio para socializar, sea durante la ducha, o durante la defecación en el Lade yoo, el baño como espacio físico o como espacio virtual entre las casas, permitía el dialogo, la conversación, el constante fluir de la palabra, y se convertía también en un espacio importante para el lenguaje de los niños: El juego.
 
Cuando alguno de nuestros compañeros de juego sentía ese incontenible deseo de “ir al baño”, lanzaba la discreta frase “chaa lade yoo” (voy entre las casas), frente a lo cual surgía un deseo colectivo que nos hacía ir en grupo, o también ocurría que algún niño o niña temeroso de ir solo a ese lugar, sugería “chuu lade yoo” (vayamos entre las casas), lo cual despertaba nuestra solidaridad y de cualquier forma acudíamos en grupo. En el camino rumbo al Lade yoo teníamos que ir buscando material de limpieza ya que el dichoso papel sanitario también era una figura extraña en nuestro mundo: una piedra lisa, unas hojas de almendra resistentes, o un olote seco, que eran los que mejor limpiaban y de paso nos daban un rico masaje.
 
Mientras hacíamos “del baño”, aprendimos a desarrollar de manera impresionante nuestro sistema de equilibrio, puesto que para no perder tiempo de juego, mientras permanecíamos sentados en cuclillas, soportábamos el peso del cuerpo en una sola pierna, a la vez que con la otra tratábamos de ahuyentar a los marranos que ya estaban ansiosos por limpiar el suelo, con una mano sosteníamos nuestro limpiador para que no fuese mordido por cerdos y perros, y con la mano libre trazábamos en la tierra figuras para el juego, o dibujábamos a los personajes de las historias que en ese momento narraba alguno del acuclillado colectivo.
 
Una forma particular de juego entre niños (varones) en el Lade yoo era orinar junto a las paredes, declarando ganador a quien lanzara su chorro a mayor altura, mientras que el perdedor recibía la alarmante noticia de que su madre pariría cuates, información desagradable para cualquier niño, puesto que no solo implicaba ser desplazado del regazo materno, sino que además tendría que asumir el cuidado de los hermanos por venir y con ¡doble! responsabilidad, así que todos los participantes en este juego se esforzaban por dejar su marca lo más alto posible.
 
Así ocurrían las charlas y los juegos durante el día en el Lade yoo, ya que por las noches la situación era distinta, el Lade yoo se convertía en un lugar de miedo, la oscuridad de este espacio inspiraba terroríficas historias en nuestra viva imaginación, nuestros atemorizados ojos nos hacían ver diabólicas figuras, duendes o bidxaas (estas personas que se transforman en animales y que por las noches acostumbran buscar sangre nueva, de recién nacidos o de niños cuando la sed es mucha y la sangre escasea), de los cuales huíamos o tratábamos de repeler con extraños cantos de protección que nos enseñaba Na Martina, como aquel que en su letra decía: Dope ca guiichi/ Dope ca guiichi/ Ni gue’ binidxabahuiini’ , y que en su traducción literal reza: Pedos con espinas/ pedos con espinas/ para que beban los duendes; esto sin contar todas las señales protectoras que sobre nuestros rostros y cuerpos trazábamos o colgábamos, tales como seguros, crucifijos o tijeras.
 
Un suceso que alteraba nuestro orden habitual era la llegada de los dxu y huada’, aquellos visitantes provenientes de algún lejano sitio, esos seres que nuestra corta estatura hacía ver como gigantes de piel blanca, con costumbres distintas a las nuestras, y que en varias ocasiones llegaban acompañados de sus pequeños hijos, a quienes en nuestra perversidad infantil y en un ritual de integración para el juego, también obligábamos a ir al Lade yoo. Una vez que los veíamos retornar, nosotros, el colectivo del Callejón de los Pescadores, acudíamos al Lade yoo, para satisfacer nuestra curiosidad sobre si el producto arrojado por su cuerpo era igual al nuestro o hasta en “eso” eran distintos.
 
Irma Pineda, Irma Yodo
De noche el baño, el Lade yoo, ya no era tan nuestro, nos era arrebatado por el temor o por los acalorados adolescentes que aprendían a reconocer sus cuerpos en la oscuridad que proveía ese espacio entre las casas, que permitía el anonimato y no dejaba eco para los gemidos.
 
Esta fue mi primera concepción del “baño”, ese espacio, ese lugar de socialización, de juego, de historias de miedo y por supuesto, de los primeros llamados del cuerpo. Fue más tarde cuando me acostumbré a ese otro espacio cerrado de cuatro paredes, techo y puerta con seguro para que nadie interrumpa los procesos que adentro ocurren
; un lugar que se volvió individual, un sitio que obliga a la soledad, pero en el cual también se puede aprovechar el tiempo para imaginar historias, leer, reconocer el cuerpo, llorar por los amargos recuerdos, reír por las fechorías cometidas y sonreír por los descubrimientos inenarrables y por qué no, de vez en cuando, un espacio para compartir…



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Texto publicado en la Revista Guidxizá, Año VI, N° 14, Julio-Septiembre de 2009, publicación cultural del Comité Autonomista Zapoteca "Che Gorio Melendre". Se autoriza su reproducción siempre que se cite la fuente.