El dispositivo

Román Roberto Vásquez Rendón


Derramé la cerveza. Me levanté tranquilamente y caminé hacia la puerta. Intentaba salir cuando el garrotero quiso detenerme tocando mi hombro. Salí y dejé el zafarrancho en que se había convertido aquella cantina de medianamente mala muerte. La música era, en definitiva, agradable y el sonido agudo de la marimba exigía que permaneciese ahí durante más tiempo, pero para mi desgracia, tenía que presentarme temprano por la mañana. 

No puedo negar que estoy preocupado. No pienso que presentar algo como eso sea sensato, sin embargo, es imperativo que lo haga. Me ha llevado toda la vida. Y este pueblo terroso en la cintura de México parece agradable. La música es buena, las mujeres, hermosas princesas vestidas de flores. La comida permite el desarrollo desproporcionado de mis huéspedes habituales y la cerveza siempre está helada, perfectamente en contraste con el infierno del ambiente. 

Ilustración: Gilberto Buitimea Estrella
Soy ingeniero de profesión y biólogo por razones que escapan a los acontecimientos que provocan estudiar una carrera ingenieril. Es decir, en cuanto tuve dinero suficiente me retiré a un laboratorio a trabajar sobre reacciones químicas a nivel celular y en cuanto pude monté un modesto laboratorio personal. ¿Por qué en México? Bueno, la comida es maravillosa y el clima agradable. No es adecuado para el desarrollo de cultivos celulares, pero perfecto para el desarrollo de cultivos de otros seres microscópicos. Debido a mis conocimientos en ingeniería jamás tuve problemas para la reparación y desarrollo de hardware y, bueno, es fundamental contar con las máquinas necesarias para confirmar una teoría. Así fue como comencé a mezclar la física y la biología; en parte porque me interesaba y también porque cuento con una fotografía de Tesla que me observa con ojos inquisitivos cada vez que intento sentarme a pensar un poco. Tengo por seguro que si ese hombre viviese aún, la humanidad sería completamente diferente. Supongo que por esa razón la muerte se encargó de mostrarle la verdad mucho antes que se diese cuenta que la energía puede ser eterna. Por eso ese objeto resulta la mar de importante y ahora me doy cuenta perfectamente de ello. No es precisamente lo que buscaba, pero eso es lo que obtuve y ahora tengo que arriesgar el maldito trasero protegiéndolo. Años de trabajo para vivir tranquilamente la vejez y obtengo esto, una persecución sin sentido práctico.

Durante años me dediqué a desarrollar esa cosa. Ahora mi vida corre riesgo. Pero ¿cuándo no ha sido así? Podemos morirnos cualquier día por las razones más inverosímiles, me refiero, ahogados en caldos de pollo o atropellados o por excederse con el amor propio. Morir es lo más sencillo y sorpresivo del mundo. Llevo años estudiando el efecto del magnetismo sobre los organelos de la célula humana y he descubierto algo fascinante. La célula responde al magnetismo de nuestro hermoso planeta. Esa no es razón suficiente para que mi vida corra peligro, lo comprendo completamente. El caso está en el aparato que he diseñado. Resultan extremadamente interesantes los efectos que causa en quien lo usa. Después de muchas pruebas observé que se puede sobrecargar el cuerpo de energía magnética. Claro que toda esa energía debe provenir de algún lado, y como existe una fuente de energía masiva intenté utilizarla. Para eso diseñé el dispositivo. Su función radica en utilizar la energía magnética de la tierra para sobrecargar las células del cuerpo. Esto impediría los efectos que provoca sobre dicho sistema. Las células funcionarían como una batería mientras existiese la fuente de energía. Después de hacer mediciones durante décadas, determiné que la energía geomagnética podría resentir los efectos de utilizarla si se hiciese de forma masiva, me refiero a mil millones de dispositivos. El dilema moral radica en que el campo magnético de la Tierra impide que nuestro adorado astro personal consuma todo lo viviente sobre su superficie; claro, sin contar que si no existiese o disminuyera un poco, toda el agua de los mares se evaporaría, convirtiendo el planeta azul en una hermosa caldera del infierno.

¿Debo dar detalles sobre ello? ¿Cómo construirlo? ¿Cuánto cuesta? Quizá sí; de hecho no es lo complicado que se podría pensar. Trabajar con el magnetismo es lo más cómodo y fascinante del universo, pero me reservo el derecho de callar. Esas semanas fueron una maldita tortura. Si no me encontrara en esta hermosa villa tercermundista entre las garnachas y los perros famélicos, ya estaría perfectamente loco. Y bueno, a grandes rasgos el objeto parece un brazalete y su uso podría considerarse en masa, si ello  llegara al mercado. Un chino o un norteamericano podrían fácilmente producirlo a gran escala. 

No. No podemos jugar al escondite con la Dama de Blanco. Así que por eso lancé al carajo, precisamente desde “el chaparro”, el trabajo de mi vida, y me encaminé a la vinatería más cercana. Compré suficiente licor para embriagar a una docena de pescadores y fui a la casa. Fue lo más cercano a sentirme útil que he hecho, pero impedir el envejecimiento a costa de que muera el planeta es la peor arma que puede diseñar un maldito demente.


Texto publicado en la Revista Guidxizá, Año IX, N° 17, Julio de 2012.