Carta a Celia Mendoza, donde aparece un león

Jorge Magariño
Jorge Magariño

Es como si apenas hubieran pasado unos días, mas de pronto llega un correo tuyo mediante el cual me anuncias la aparición del nuevo número de la revista que me recomendaste un mes atrás ¿lo recuerdas? Qué de volando pasa el tiempo.

Me invitas a leer el contenido de esta edición, me recomiendas sobre todo tres artículos y yo, condescendiente ante el consejo de mi amiga, abordo la lectura. Me atrae por encima de los otros aquél que se refiere a las vicisitudes provocadas por un león restaurantero, es decir, que habita en los jardines de un comedero, cosa muy pertinente en tratándose de felinos. Quién no va a apurar con premura los bocados si tiene ante sí a  una bestia que lo mide a uno, cual expendedor de cajas mortuorias, de arriba abajo, pelando chicos ojotes y mostrando con ánimo pedagógico una dentadura impía, medianamente relucidora, pero eso sí, filosa como la chingada.   

Yo también tuve un león viejo como vecino, hará cosa de 35 años. Lo recuerdo a la perfección, como si lo tuviera aquí enfrentito, echado sobre la plataforma de su ruinosa jaula, con una bárbara pestilencia de león, de tal intensidad que ni las hormigas se le acercaban, ya no digamos las moscas. Aunque, eso sí, en su senil memoria guardaba la molestia de estos insectos voladores, por eso, de seguro, meneaba de vez en vez el rabo, más como un ebrio profundo camina por las calles que con algún vigor de fiera.
   
No obstante su edad, dejaba escapar unos rugidos escandalosos, mañana, tarde y noche, acuciado por un hambre insatisfecha. Al escuchar el ruido de la bestia, los perros de toda la ciudad paraban la oreja y luego emitían un aullido lastimero, miedoso, para luego clavarse en el más hondo de los silencios. Esa era la vida del animal, hasta que la rigurosa dieta se lo llevó entre las patas.
   
Nos dimos cuenta de su ausencia cuando los ladridos nocturnos se restablecieron merced a la falta de los retumbos que a los cuatro vientos propinaba el león. Eso, y porque al volver de la escuela secundaria, sudorosos tras una caminata de kilómetro y medio, ya no lo volvimos a ver. Tan solo la herrumbre de la jaula quedó como recuerdo, durante un tiempo, pues a la vuelta de unas semanas pasó un camión de redilas anunciando la compra de fierro viejo, allá fue a dar el enrejado.
   
Había pertenecido a un circo venido a menos, el Pascualillo, cuya fama comenzara en tierra de cachucos, pasó por Chiapas, Campeche y Yucatán, para luego venir a dar sus coletazos al Istmo oaxaqueño. Cuentan que los dueños habían creado un espectáculo tan atractivo que los llenos en las gradas y el lunetario eran frecuentes. Por ahí pasó María, La mujer sin miedo, juchiteca de pura cepa que paseaba su equilibrio por el trapecio y por un cable suspendido a diez espeluznantes metros de altura, sin red protectora. Con todo y aquel prestigio las paisanas le motejaban a la hembra simple y sencillamente como Mariá Tacu, pues su larga cabellera se enroscaba feliz, formando largos tacos tras la espléndida cabeza.
   
En aquellas mocedades la cirquera le robó el corazón al propietario de la empresa, al mismo Pascualillo, un payaso tan bueno, tan hacedor de carcajadas, que la juchitecada decía de él que no tenía ninguna formalidad.
   
En ese circo también, en las largas giras triunfales de los tiempos brillantes, hizo carrera Dona, el hombre más fuerte del mundo, mocetón juchiteco que decidió dejar el béisbol para incorporarse a la vida trashumante de los artistas circenses. Bien parecido, con un bigotillo cortado finamente y una musculatura más bien parca, Donaciano ejecutaba una suerte sin par: 
   
Suena un redoblante anunciando el acto cumbre de la noche, señoras y señores, ante ustedes, público conocedor, nuestra estrella se va a parar sobre ¡un solo dedo! Las luces se apagan, queda un pequeño reflector de luz no muy brillante, apunta hacia el sitio en que el artista se concentra a profundidad; ante él una mesita aguarda. El hombre apoya sus manos sobre el pequeño mueble, tensa las carnes, levanta los pies y queda parado de manos. Ahora muestra al respetable una mano, el reflector parpadea y de pronto Dona está parado sobre un solo dedo. Prodigio de fuerza, señoras y señores. Venga el aplauso para el hombre más fuerte del mundo. 
   
Resuenan las fanfarrias en honor al varón que ha puesto todo su vigor en el dedo índice derecho para soportar su cuerpo, sus sesenta y cinco kilos de puro músculo, de fibra creada con el sudor del ejercicio. (Cincuenta años más tarde, en una conversación afable, salpicada con algunas gotas de cerveza, Dona me confía: la verdad es que tenía una estructura de acero en forma de guante, dentro de la cual metía mi mano derecha; la pequeña estructura terminaba en forma de dedo y se insertaba en la mesa; así, y con ayuda de un cable, jalado por un propio, podía sostenerme arriba. Cae el telón.)
   
El león, pues, formó parte de una segunda época de aquella lluvia de estrellas. Ahí dejó ver su potente mandíbula, los centelleantes zarpazos ante el látigo del domador, que también era Pascualillo, pero con otro nombre de batalla. Los años de gloria pasaron, desdentado y reumático se lo dejaron encargado a Toño Andrea, primo de María la cirquera.
   
Antes de abandonar al rey de la selva circense, los viejos artistas todavía realizaron un par de funciones en el patio de la casa de don Antonio. Unos doscientos niños de la cuadra miramos el espectáculo venido muy a menos, las tablas del graderío roídas por el uso y el tiempo; las lonas de la carpa semejando el velamen de un barco recién pasada la tormenta; los animales fatigados; María con las carnes rebosando un traje que vio pasar sin duda mejores temporadas. Era como si con aquellos desgastados números le hubiésemos estado diciendo nuestros primeros adioses a la infancia.
   
Enjuto y con la barba cerrada, con el gesto adusto, aunque con la palabra afable, Toño Andrea regenteaba una cantina llamada La maroma, cuyo principal producto era el mezcal, rebajado pero pegador; sus más asiduos clientes eran los teporochos del rumbo, si bien no era raro ver a señores cuyo consumo era la cerveza bebida sin excesos, aligerada por un frito compuesto con vísceras de cerdo. Es obvio que el nombre del bebedero no era fruto de las caídas infames propiciadas por los excesos del alcohol sino de las machincuepas circenses  guardadas en el fondo de la memoria.
   
Bajo una enramada fresca, cuatro mesas se organizaban sobre un terrado de arena humedecida cada tanto. A un lado del local la fiera vio pasar sus últimos días, nadie miró sus estertores finales, ninguno le cerró los africanos párpados, si es que a los animales de esta clase se les hace tal ceremonia.
   
La cantina del hombre barbado y el domicilio de la bestia se hallaban ubicados en el mismo callejón que ocupo como dirección postal. El susodicho andador se llama Callejón de los Leones. Pero el nombre le venía de antes, de cuando hacían su posada de paso los artistas y descansaban ahí jóvenes felinos, eran los primeros tiempos de gloria del circo Pascualillo.


(Texto publicado en la Revista Guidxizá, Año V, N° 12, Julio-Septiembre de 2008)


[Texto publicado en Guidxizá, una mirada a nuestros pueblos, suplemento cultural del Comité Melendre, Año I, N° 26, Dom 20/Ene/2013. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.]