Óbitofranquezas II / III

Enrique Chan


II

La tarde en que moriste, Tomás, tu madre hacía tortillas 
y cantaba una canción de los tecolines 
que sonaba en la radio.

Un par de horas más tarde, golpeaba estrepitosamente tu pecho, 
desecha en llanto, como regañándote por haberte muerto.

Tu padre puso en tu mano una moneda, 
porque dicen que allá donde vas, cobran por delatar asesinos.

Ya te están mezcaleando allá afuera, Tomás, 
levántate de ésa caja. ¿Qué no tienes calor?

Ya están sonando las cazuelas y las ollas, Tomás, 
el atole ya está hirviendo. Anda a asomarte.
¿Qué no tienes hambre?

Sobre la tierra en que anduviste tantos días, Tomás, 
vamos metiendo el hombro para llevarte al panteón.

Mira a tu madre, Tomás, de dónde sacará tantas lágrimas. 
¿Quién se las habrá prestado?

No faltan mirones por las calles, 
pájaros a los que tu muerte parece no importarles, 
mujeres que se persignan, niños que detienen la carrera o el juego,
ancianos de miradas grises, estoicos mirando pasar la muerte.

Parece que toda esta tierra hubiera sido regada 
por los ojos de tu madre, la pobre, ya no puede llorarte más,
ya sólo mira tu féretro, que desciende hacia las entrañas de la tierra
y emite un sollozo indescifrable, como si tarareara la canción de tu partida.



III

Llegó acompañado de una tabla californiana.
Bien muerto, como maniquí.
En una de tantas pequeñas batallas en que
pretendía domar una ola
el mar terminó por matarlo.

Era un John, Peter, o quizá un Robert.
Johnson, Edwards, a lo mejor Harrison.

Y estuvo días enteros esperando
a que la atenta diplomacia mexicana
viniera a hacer algo con su cuerpo.

De vez en cuando, un perro pasaba a olfatearlo
y las moscas encontraron en él un hogar maravilloso.

Los gringos también se pudren.


Juan Manuel Vázquez Ramos


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Texto publicado en la Revista Guidxizá (Nación Zapoteca), publicación cultural del Comité Melendre, Año XX, Número 18, Mayo de 2024. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.