La Didjazá

Charles Brasseur  

[DATO.- Fragmento de la obra de Charles Brasseur, Viaje por el Istmo de Tehuantepec 1859-1860.]

[Introducción.- Charles Brasseur, amante del conocimiento y poseedor de amplio saber, se dedicó durante muchos años a investigar todo lo relacionado con las culturas precolombinas.

Interesa a nosotros los zapotecas, el hecho de que estuvo en estas cálidas tierras. Desembarcando en Coatzacoalcos, pretende llegar a Chiapas y Guatemala atravesando nuestra región. Su aportación radica en la crónica detallada sobre los pueblos que atraviesa. Narra leyendas y anécdotas que al curioso empedernido pueden ser de gran utilidad; habla, por ejemplo, del nahualismo tal como él lo percibe. Nos presta ojos para una mirada distinta de los conflictos nacionales con amplia repercusión local, que divide a juchitecos y tehuanos.    

Pasa por estos lugares entre los años 1859-1860, justo cuando en el sur del Istmo los zapotecas se encuentran enfrascados en luchas políticas y militares.
   
Porfirio Díaz, Mauricio López, entre otros personajes, forman parte de la narración en su viaje, que lo llevó ―una vez atravesadas estas tierras― al “descubrimiento” del Popol Vuh, libro indispensable para el entendimiento de la cosmovisión del pueblo Quiché y mesoamericano en general.
   
Uno de los aspectos más destacables de su obra es la descripción de una enigmática mujer, a la que apodaban la Didjazá [Didxazá, según nuestro alfabeto]. Según Brasseur, esta tehuana imponente era considerada bruja por sus paisanos, quienes le temían y respetaban. 
   
Con posterioridad se ha afirmado que dicha mujer es Juana Catarina Romero, benefactora de Tehuantepec y apreciada por gente de diferentes pueblos. Sin embargo, es importante mencionar que, como el autor mismo aclara, jamás pudo encontrar su nombre en sus apuntes.
   
La deducción de que la Didjazá es Juana Cata se ha hecho con base en relatos orales, que refieren sus inicios como vendedora de cigarrillos y como mujer decidida, que apoyó resueltamente al joven Porfirio Díaz, quien se encontraba en esos años en la región.
   
Sirva este relato como referente de las mujeres de antaño, que causaban admiración a propios y extraños. Gubidxa Guerrero]



Don Juan Avendaño era negociante y como casi todos los mercaderes, nacionales o extranjeros en las ciudades de América Central, tenía una tienda en la esquina de su casa, que daba al zócalo; junto a la tienda había una cantina y, en el gran salón contiguo, se encontraba un billar, juego introducido desgraciadamente por nuestros compatriotas, que les crearon el gusto a los hispanoamericanos, ya bastante jugadores. El billar reunía cada noche, en casa de Avendaño, a los notables de la ciudad, incluidos el gobernador y el prior de Santo Domingo. Era una reunión curiosa, particularmente en estos tiempos de agitación: se escuchaban muchas cosas y para mí era una fuente de nuevas observaciones. Aunque las mujeres en Tehuantepec, exceptuando a las criollas, son las menos reservadas que haya visto en América, tienen la suficiente modestia para no presentarse en lugares públicos como éste. Nunca vi más que a una que se mezclaba con los hombres sin la menor turbación, desafiándolos audazmente al billar y jugando con una destreza y un tacto incomparables. 
   
Era una india zapoteca, con la piel bronceada, joven, esbelta, elegante y tan bella que encantaba los corazones de los blancos, como en otro tiempo lo hizo la amante de Cortés. No he encontrado su nombre en mis notas, ya sea que lo he olvidado, o que nunca lo haya oído, pero me acuerdo que algunos, por broma, delante de mí la llamaban la Didjazá, es decir, la zapoteca, en esta lengua; recuerdo también que la primera vez que la vi quedé tan impresionado por su aire soberbio y orgulloso, por su riquísimo traje indígena, tan parecido a aquél con que los pintores representan a Isis, que creí ver a esta diosa egipcia o a Cleopatra en persona. Esa noche ella llevaba una falda de una tela a rayas, color verde agua, simplemente enrollada al cuerpo, envuelto entre sus pliegues desde la cadera hasta un poco más arriba del tobillo; un huipil de gasa de seda rojo encarnado, bordado de oro; una especie de camisola con mangas cortas caída desde la espalda velando su busto, sobre el cual se extendía un gran collar formado con monedas de oro, agujereadas en el borde y encadenadas unas a otras. Su cabello, separado en la frente y trenzado con largos listones azules, formaba dos espléndidas trenzas, que caían sobre su cuello, y otro huipil, de muselina blanca plisada, enmarcaba su cabeza. Lo repito, jamás he visto una imagen más impresionante de Isis o Cleopatra.


[Texto publicado en Guidxizá, una mirada a nuestros pueblos, suplemento cultural del Comité Melendre, Año I, N° 20, Dom 09/Dic/2012. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.]