Gerardo Valdivieso
(Relato publicado originalmente en la Revista Guidxizá, Año III / Nº 11, Enero-Marzo de 2006).
Esa noche, Delfino Marcial Cerqueda iba a inaugurar una exposición en el centro nocturno Bugambilia. Para acompañar con música aquella exposición, en que no faltaban las imágenes marinas, acudimos en la mañana a la terminal de autobuses para recibir a unos señores que para el maestro Cerqueda evocaban mejor el espíritu de los sonidos del mar.
Ya en la noche y a unas horas de la presentación, los cinco músicos, incluido el maestro Apolinar Figueroa, literalmente temblaban del nerviosismo, batallamos mucho para comprenderlos cuando nos hablaron del ambiente que existe en las ceremonias que presiden, hasta que el maestro Delfino mandó por botellas de ron y brandy, deduciendo que no hay ceremonia sin alcohol.
Ese era el elemento que faltaba para que se sintieran como en casa y como si estuvieran en la celebración de Corpus Christi. Después de que desfilaron los músicos juchitecos, se anunció su actuación: “Los músicos tradicionales de San Mateo del Mar”. Dirigidos por el maestro Apolinar, quien empezó con la llamada de atención o registro en su flauta, se anunciaron los sonidos alternantes de los caparazones de tortuga, el redoblante y la tambora.
El son del pez espada fue la primera pieza, grabada desde 1972 por Arturo Warman en un disco editado por el INAH y posteriormente interpretada por el grupo de Los Folkloristas, se escuchó inigualablemente en el escenario del Bugambilia.
Sobre las caparazones de tortuga cabalgaron armoniosamente los cuernos de venado, ritmo mucho más elaborado que el cadi'pándeu, cadi'pándeu de los sones zapotecos sobre la tortuga, su ejecución implica coordinación de los dos ejecutantes, que realizan un ritmo intrincado. Acompañados del retumbar de los tambores de doble parche, dejaron muy atrás el elogio de Delfino. No eran simplemente sonidos marinos: en las piezas se podía escuchar los relámpagos de la batalla de los prodigiosos señores del rayo, los monteok, contra sus rayos enemigos, los monteok moel; y en otras se oía el roce de las enaguas sobre las nubes de las müm ncharrek, las señoras viento del sureste.
Se suspendió el sonido de los caparazones, la flauta de tres orificios se sustituyó por una de siete para preparar la danza ritual “de la culebra”, en la que se imita los quejidos de la gran serpiente con cuerno ndiük, conocido por los binnizá como benda yuuze. Del vientre de las montañas nace este dragón con lengua de oro arrastrando consigo todo el poder de las corrientes del agua, su zigzagueante amenaza llevará a la hecatombe hasta que el señor del rayo, que la acecha entre las nubes, la llama desde el cielo, sólo para cortarle la cabeza de un flechazo.
Como el cielo en la noche de las lagunas istmeñas es de los monteok, la noche en el Bugambilia fue de sus músicos. Discurrimos del bar a la casa de la poeta Natalia Toledo; ahí entre garnachas, tlayudas y caguamas, se armó tal barullo que los vecinos llamaron a la policía y si no fuera porque entre los escandalosos estaba el entonces senador Héctor Sánchez López, nos hubieran interrumpido la fiesta.
Pasaron muchos años para cumplir la promesa que les hice a los músicos de San Mateo de visitarlos. Era la fiesta de La Candelaria cuando llegué al pueblo que está entre la laguna inferior y el mar vivo. Había un tianguis en el centro entre la Iglesia y el Palacio Municipal, dominado por los zapotecas. Compré unos icacos que me recordaron mi niñez y las arrugadas manos de mi abuela. Me encaminé a la iglesia. En la entrada estaban cuatro campanas, una de las cuales suscitó la pelea con los antiguos habitantes de Juchitán, en la que finalmente, otra vez los monteok, rápidos como los rayos que son, la rescataron para permanecer resguardada hasta ahora frente a su iglesia.
En el atrio divisé al maestro Apolinar Figueroa que no se acordó de mí. Trataba de recordar los nombres de los demás músicos cuando nos interrumpió una persona que contrastaba con los demás que vestían sus mejoras ropas, aquella persona tenía la camisa y el pantalón sucios, el pelo y la cara sin lavar, como uno de esos borrachines que inoportuna para pedir una moneda; sin embargo sus gestos eran serios y el maestro le prestó mucha atención, como si fuera un mensajero importante.
Fui invitado especial del maestro Poli, con derecho a entrar bajo la enorme campana junto a los demás músicos, que se persignaron ante dos viejas cruces que presiden en el campanario. Empezó la música pero sin los caparazones de tortuga, que son percutidos solamente en Corpus Christi, día cercano al solsticio. En el umbral vuelve la persona de aspecto desaliñado, saluda a todos: “Dios teat”, para luego comunicarle nuevos ordenamientos al maestro en su lengua.
Todos se levantan y el maestro me dice, “vamos a la casa del mayordomo, ¿quieres ir?”, “por supuesto” le respondo. En la calle nos esperan los señores principales con sus bastones de mando, acompañados por los topiles, (los encargados de la seguridad, cargan con tremendos palos por cualquier inconveniencia). Los músicos y yo, encabezados por el maestro, nos dirigimos en procesión a la casa del Mayordomo, sin apresuramiento parando en cada lugar sagrado marcado con cruces o capillas en donde todos se persignan. Acompañando a la procesión, pero sin integrársele y que parecía dirigir a todos, era aquél hombre desarreglado, como si le fuera dado mandar ese día.
Cuando llegamos a nuestro destino, todos entraron, menos los músicos. Quedé a la expectativa, hasta que salió de nuevo el señor harapiento que después de ordenar todo para la instalación de los músicos los invitó a entrar. El maestro me hizo un gesto con la cabeza y entré tras él. En el patio había una enramada de carrizo y piso de tierra a la que habían echado arena, se acomodaron unos bancos rústicos largos y una mesa grande. Los músicos empezaron a saludar a las personas presentes con su clásico saludo (“Dios teat” a los hombres y “Dios tma” a las mujeres), yo como no sabía esto aún, les di los buenos días, al cual me respondieron con un gesto de leve desconcierto.
Me senté en uno de los largos bancos, (que me recordó otra vez mi niñez cuando en Juchitán se rentaban para los eventos sociales, hasta que llegaron las sillas de las cervecerías) a lado de los músicos. Los estaba oyendo platicar, cuando se acercó una señora, que después supe que era la mayordoma; saludó a todos, uno por uno “Dios teat”, “Dios teat” y “Dios...” suspendió su saludo al verme, pero tampoco se inmutó. No preguntó a nadie sobre mi procedencia ni de cómo llegué hasta su patio. Se mantuvo la plática un buen rato hasta que el maestro se levantó y salió de la casa, sin decirme nada. Lino Degollado me explicó, que la mayordoma pedía que tocaran con los caparazones, que sabía que no se acostumbraba pero rogaba hicieran una excepción; así que el maestro fue por los dos carapachos.
Mientras se ordenaba la mesa y se colocaban las sillas, alguien efectúo un gesto afectivo indígena, extinguido ya en Juchitán, suplido por la llave del agua: ofrecer cubeta y jícara en mano, agua para lavarse. Un rito parecido al lavatorio de los pies se representó bajo aquella enramada. Mientras tanto en la mesa ya se colocaban tortillas y platos con cheguiña. Nos invitaron a la mesa y empezamos a comer. Cuando terminamos, el mismo señor de la cubeta de agua y la jícara hizo repetir el ritual. Ya de nuevo en nuestros lugares nos ofrecieron una jícara muy grande con espuma o bupu.
Al rato llegaba el maestro con los caparazones y empezaron a tocar con entusiasmo. Llegaban los invitados, la mayoría al ver que se me trataba con familiaridad, desinhibidos por el mezcal que circulaba sin cesar, me hablaban en su lengua; cuando veían que no les entendía me preguntaban si no entendía “el idioma”, agotando conmigo sus conocimientos del castellano.
Pasaron las horas, llegaban más personas que a veces sustituían a los músicos. Llegado un momento, las botellas de mezcal y los paquetes de cigarros entregados casi con reverencia al maestro Poli por aquel organizador de las formas, o sea el señor con aspecto descuidado, se agotó. Volvió la persona citada con una nueva reserva de mezcal y cigarros.
El mezcal hacía sus efectos, mientras la tarde “se hacía hueso”. Hasta los más silenciosos se volvieron platicadores. Lo mismo se reía que se soltaba el llanto, hasta que llegó un momento crítico para los organizadores: se acabó el mezcal. Regresó otra vez el que tenía el aspecto de borrachín, frente al maestro Poli con un cartón en las manos, haciendo todo lo posible para que aquel indignado músico aceptara las cervezas. Nos acabamos las cervezas al tiempo. Nos llegó la noche y al sureste, en la montaña en donde se cree residen los monteok, estaba oscuro, resplandecía de vez en cuando por los machetazos de sus rayos entre las nubes.
Recuerdo levemente que volvimos otra vez a la iglesia en donde se quemaron fuegos de artificio. De tanto mezcal y cerveza, no recuerdo haber realizado el largo camino de regreso; pero al siguiente día estaba en mi casa, con la flauta de carrizo de maestro Poli como regalo.
[Texto publicado en Guidxizá, una mirada a nuestros pueblos ―Año II, N° 69, Dom 17/Nov/2013―, suplemento cultural del Comité Melendre en EL SUR, diario independiente del Istmo. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.]