Roselia Cha’ca
I
La de cabellos alborotados
Rafaela Hitler tenía siete años cuando la niña de la troje le vino en sueño la primera vez. Le habló en lengua za (zapoteco). La petición fue sencilla: colocar una vela de sebo a sus pies. Una, dos, tres, e incontables veces la perturbó, hasta que contó la recurrente aparición a su madre. La recomendación materna era preguntarle su origen.
―Soy hija de Na Enedina Silio y vivo entre mazorcas ―le respondió una noche la de cabellos alborotados a la indígena.
Rosalía, su madre, cansada de la situación, un buen día la condujo hasta la casa que la niña repetía como hogar, previa amenaza de mascarle las orejas si todo era producto de su fértil imaginación. El castigo sería del tamaño de la vergüenza.
En un principio Enedina Silio negó la existencia de una hija. Rafaela saboreaba el castigo que le esperaba en casa, cuando la anfitriona se acordó, por los detalles de la mensajera, que en el granero sólo existía una virgen que perteneció a su progenitora.
Después de remover las mazorcas de maíz, arrumbada en el fondo estaba una diminuta escultura de madera finamente tallada. Era la santa de Etiopía, Efigenia. Los cabellos, como en los sueños, enmarañados y sucios.
―Es ella, la que viene a mí todas las noches ―dijo Rafaela a su madre.
―¿Ahora qué hago? ―preguntó.
―Bésala y péinala ―espetó Rosalía Ruiz.
Y eso hizo Rafaela Hitler Arenas.
Después de colocar el sebo a los pies de la santa, que para entonces había dejado el granero y en la mesa de los santos descansaba, pidió su primer milagro: tener cabello.
De regreso a casa, la niña y su madre se toparon con una vecina, quien sorprendida se vio al enterarse de Santa Efigenia en el pueblo de Unión Hidalgo. Sabedora de los problemas de calvicie de Rafaela, le recomendó untarse en el cuero cabelludo la mezcla de los restos de sebo que colocó a los pies de la santa y los residuos de ceniza de una olla de barro.
Con aquel preparado, el cabello de Rafaela creció tanto que terminó por donarlo a la Virgen del Rosario de El Espinal, pueblo vecino, como pago a una promesa. Su primer milagro y su primera aparición, recuerda la zapoteca de 74 años mientras cose en una máquina portátil la vestimenta de un santo que se le presentó acompañado de San Dionisio del Mar.
La niña de la troje, nunca más se le apareció nuevamente en sueños.
Contaba con 10 años y una segunda niña la visitó. Ésta, bajaba envuelta en un remolino y a diferencia de la primera, le causaba miedo.
―Madre, ella me da miedo. Se ríe cada vez que baja del cielo. Sus cabellos también revueltos. Le he dicho que me da miedo y no entiende, siempre viene a visitarme. Ya no quiero verla ―le cuenta a Rosalía.
―La próxima vez que te visite, pregúntale dónde está ―fue la encomienda.
La aparición la invitó a su casa. Pasaron un gran río y un puente de bejuco. Llegaron hasta una iglesia. Le dijo que su nombre era Concepción. “Mi casa está en Santiago Ixcuintepec, entre montañas”, le explicó. En el viaje espiritual, la niña le pidió ropa negra, el más brilloso.
El encargo no se cumplió por estar Ixcuintepec enclavado en una de las tantas sierras accidentadas del sureste mexicano, más allá de donde nacen los brazos del Río de las Nutrias, muy lejos de casa; y porque, además, era muy pequeña. Pasaron días, semanas y años. Ya casada y con hijos, Rafaela cargaba 30 años, cuando nuevamente la niña del remolino se le presentó pidiéndole su vestido negro.
Así, sin más, con una maleta acuesta, la bendición del esposo y de su hijo pequeño, cruzó por varios días la serpenteante cordillera de la Sierra Mixe-Zapoteca hasta los pies de la Virgen de la Purísima Concepción. Allí, en el altar principal vio a una santa, pero no era la niña que la visitaba. Pidió perdón.
―No eres tú santísima la que me visita ―al levantar el rostro, observó en un rincón una virgen pequeñita. Entonces gritó:
―¡Tú eres la que me asustaba! Ya estoy aquí con tu ropa.
Después de pedir permiso a los mayordomos y principales de la iglesia, se le concedió vestirla. La sorpresa fue que el nicho que la resguardaba no se abría. En una banca esperó hasta la medianoche, cuando entre rezos, de repente un “zac” se escuchó. La cerradura cedió.
El templo se cerró. Casi en penumbra quedó. Los ancianos intentaron sacarla, pero una cadena la ataba al altar. Entonces dedujeron que si la soltaban se iría. Rafaela cumplió en esa ocasión. Después de aquello, un par de veces la volvió a ver para decir que necesita la vestimenta que los sacristanes le quitaban por ambición.
Rafaela Hitler recuerda claramente cada una de sus apariciones y los dibuja en un cuaderno, como si fueran ex voto, aunque ella no lo sepa. 67 años lleva soñando santos y vírgenes. Cargando los mensajes que le dan. Nunca le han fallado. Durante ese tiempo ha diseñado docenas de prendas, de vestimenta sacra, las cuales dona a las deidades.
II
Hombres del mar
Rafaela Hitler, es un nombre muy fuerte para una mujer gentil y bonachona que vive en una esquina del centro de Juchitán, población zapoteca situada en el Istmo de Tehuantepec (al sureste del Estado de Oaxaca). Sólo su espíritu, que trata con muertos y santos, se le asemeja. Nunca le gustó su segundo nombre, por la carga pesada que supone el personaje histórico, relacionado con la muerte.
Su padre, Salomón Arenas, devorador de libros y admirador férreo del político alemán Adolfo Hitler, nombró a su hija como al Führer, seguido de la santa española, a pesar de los regaños de dicha determinación. Un hombre que fue doctor por correspondencia y renovador de sombreros a principios del siglo XX. Un personaje querido en Unión Hidalgo, cuyo padre llegó del mar un día.
José Arenas, el abuelo de Rafaela, llegó con sus hermanos en un barco. Entraron por el Golfo de Tehuantepec, en el Pacífico Mexicano, no saben de dónde, pero terminaron en Playa Unión. Allí José se enamoró de una pescadora, Catarina. Hicieron familia y crearon una fábrica artesanal de tinta en la zona. Fue uno de los fundadores de Ranchu Gubiña (Unión Hidalgo), además de ser considerado “tenedor de libros”, una especie de abogado rural y autodidacta.
De esa línea sanguínea procede Rafaela. Nunca se supo de nadie con ese tipo de don en la familia. Sólo ella. Tampoco lo heredó a ninguno de sus siete hijos.
En tres semanas cumplirá 75 años. Ha vivido plenamente. Una mujer que piensa antes de actuar, consiente que las acciones tendrán, tarde o temprano, consecuencias, buenas y malas.
No le teme a sus pariciones, por más que la molesten en sueños. No le perturban la muerte ni los muertos; se considera una simple mensajera en la tierra.
III
La mujer de las iguanas
Una ingrata pastilla la mató. Así lo repetía una y otra vez Sobeida a Rafaela cuando la veía. La mujer que fue famosa en una fotografía de Graciela Iturbide por cargar unas iguanas en la cabeza, portaba un huipil negro y una enagua de lunares verdes. Junto a ella un tambo de basura y una escoba. De oficio barrendera del ayuntamiento juchiteco, cayó fulminada una mañana en el parque central de la ciudad, después de tragarse una pastilla para el dolor.
“Nadie la auxilió”, contó a Rafaela en sueño. Ve una luz, pero ella no tiene su propia luz. La aparición se hizo frecuente, pero la mensajera no conocía a la familia de la señora de las iguanas, así que contó el hecho a una refresquera del mercado público. Ésta reaccionó y dio con el caso de Sobeida.
Con la ayuda de Marcelina Marcial, otra zapoteca de espíritu sensible con las cosas del más allá, acordó levantar una mañana el alma de Sobeida del suelo. Mientras realizaban las oraciones, las flores colocadas en el piso poco a poco tomaron la forma de una cruz y se rompió una. Las dos ancianas comprendieron que el cuerpo partía en paz. Ese día, sin saberlo, Sobeida cumplía un año de que su corazón se paró de golpe en el mismo lugar.
―Cumplí con el mensaje. Ella se me presentó y me habló. Por alguna razón no tenía luz. Se fue en paz. Después de eso no la volví a ver en sueño.
En otra ocasión, un señor de edad, que había muerto detrás del río, vino a ella y le dijo que llevará a su esposa un sencillo mensaje: “los papeles estaban guardados en la gaveta del mueble principal”. Rafaela no conocía al muerto, ni a la esposa, así que comentó el asunto con algunas personas, dando el nombre de la destinataria. Una tarde, la mencionada tocó a su puerta preguntando si era ella la que tenía un mensaje de su esposo.
―A la señora, le dije que el único mensaje que su esposo me dio era que los papales estaban guardados en la gaveta. Ella me preguntó si había más, pero no había más, sólo eso. Ella se fue como vino. Lo más sorprendente fue que al llegar a su casa, ya la esperaba una mujer que venía de la zona oriente. Buscaba a su esposo; venía por unos documentos que le había dejado a guardar. Cosa más misteriosa los mensajes de los muertos. Así cumplí con el recado del marido.
Siempre en sueños. Desde niña. Los muertos, las almas que necesitan dar un mensaje. Los que no descansan en paz, los que vagan dando tumbos por el aire. Los que dejaron pendientes en este mundo. Esos se le aparecen a la zapoteca. Muchos. Han sido muchos los muertos. Ya perdió la cuenta, aunque a todos les ha cumplido.
IV
San Dionisio del mar
La primera vez que lo vio, contaba con menos de seis años, una cría. Subió despacio las escaleras del altar. Sus inquietas manos tocaron la cortada que tiene en el cuello San Dionisio del Mar. Nadie vio, pero no hacía falta, lo supo y lo castigó el santo, pegando su mandíbula al pecho un par de horas. Fue castigada por la irreverencia. Desde entonces sabe que es un santo milagroso y celoso.
El 26 de septiembre lo soñó. Vino a ella con una docena de santos, algunos caminando, otros arrastrándose, cojeando, con bastones, tristes y acongojados.
―Ya vine ―le dijo.
―Bienvenido ―respondió Rafaela.
Después del saludo, le dio instrucciones de la ropa que tenía que confeccionar y los colores que utilizaría con él y con cada uno de los santos. San Dionisio Obispo también llegó montado en un acaballo chocolatado portando una espada.
―Diles que tengan cuidado ―fue el escueto mensaje del santo a ella para los huaves.
Así lo hizo. Envió el recado con un habitante de San Dionisio del Mar, ese pueblo indígena que hace dos años pelea contra la trasnacional eólica Mareña Renovables, por la no instalación de un parque eólico en la Barra de Santa Teresa.
Rafaela consideró el mensaje como advertencia del conflicto eólico entre hermanos de raza. No dudó en dar el mensaje del santo. Menos de un mes de la primera aparición se activó en la comunidad el conflicto eólico que dejó varias confrontaciones. De eso hace casi un año.
Rafaela Hitler Arenas cumplió con la última encomienda el fin de semana: vistió a puerta cerrada a San Dionisio del Mar y a más de una docena de santos, tal y como se lo pidió el patrono del pueblo mareño en sueño.
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Texto publicado en Guidxizá, una mirada a nuestros pueblos ―Año II, N° 83, Dom 23/Feb/2014―, suplemento cultural del Comité Melendre en EL SUR, diario independiente del Istmo. Apareció primeramente en El Sur y Quadratin Oaxaca en octubre de 2013. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.