Sabina, por favor

EL DATO.-

En el año 2007 Ediciones Guidxizá publicó su segundo libro, al que denominó Los humanos mueren sonriendo, derivado del Primer Concurso de Cuento del Comité Melendre. En él cuatro jóvenes escritores compartieron relatos en torno a dos temas: ‘Mentira’ y ‘Muerte’. 
     El texto que ahora compartimos quedó en segundo lugar en ‘Muerte’; sin embargo, su misma autora obtuvo el primer sitio en ‘Mentira’ con un cuento titulado Este juego perverso.  


Norma Yamille Cuéllar

Ansiaba trabajar en la sección policiaca de algún periódico al terminar la carrera, aunque la verdadera acción estaba en Ciudad Juárez o Nuevo Laredo, no en Monterrey. Mi narrador favorito había sido reportero de nota roja en un periódico local y quería seguir sus pasos. Ya después iniciaría mi carrera literaria, porque no había garabateado ni un poema cursi. Mi novio, al conocer mis “sueños llenos de sangre”, me mandó a volar en un Pollo Loco. Al año de graduarme de Comunicación alcancé mi objetivo, advertida del miserable salario del reportero. El viernes de la entrevista laboral descubrí en el taxi que la regla se me había adelantado, por lo que discretamente acomodé unos kleenex entre mi entrepierna y mi calzón. También descubrí en mi saco unos extraños condones usados y que el taxista había visto lo de los kleenex, porque me hizo una serie de propuestas indecentes. A las 12:30 horas, llegando al céntrico edificio de treintaycinco pisos, me tropecé, me abrí un labio, cubrí la herida con pintalabios y hablé con mi entrevistador con la barbilla chorreando cera roja. Ni puse atención al licenciado Humberto Martínez, sólo escuché el sueldo… miserable. El fin de semana vi en internet fotos de mutilados para iniciar mi educación gore, en el departamento que compartía con un par de estudiantes, cerca de la universidad Tec de Monterrey. También estudié el llamado Manual de Estilo, con temas como Ética del Periodista, Actitud y Presentación; cómo escribir citas textuales, atribuciones y cosas así.
     La madrugada del lunes, por la ansiedad, ni dormí. Vi la tele de la sala esquivando los codazos de Liz, una de mis roomies, y del cubano al que se fajoteaba a unos centímetros. A las 7:45 horas entré al lobby de las instalaciones del diario, donde estaba un vigilante. Al rato llegó un hombre trajeado como buscando a alguien; yo intentaba esconder la cabeza debajo de la gran barra de mármol de Recepción. ―¿Jasminder Chapa? ―él era, precisamente, el fulano que me había desvirgado años atrás, para nunca volver a llamar.  
     ―Así es… mucho gusto ―fingí demencia sexual al estrechar su mano. ―Fabián Salinas… mucho gusto. Vamos a andar en carro de sitio, ¿no hay problema? ―¿No deberías estar desflorando jovencillas? ―imaginé decir; mejor pregunté―: ¿A dónde vamos? ―Al 7 Eleven de Padre Mier y Constitución ―dijo, al subirnos a un taxi―. Ahí nos quedamos hasta que nos avisen en dónde decidió acampar la muerte… este aparato se llama scanner, capta frecuencias de radio de la Policía. A veces nos llama la Cruz Verde, Protección Civil… si está muy tranquilo nosotros los contactamos. Siguió con su monólogo. Yo, calladita, recordaba mis gritos aquella penetrante noche de julio mirando de reojo su entrepierna. ―Las claves policiacas, anótalas ―ya había olvidado las gesticulaciones del fulano― 3 emergencia, 4 nada, 10 novedad, 19 accidente, 51 muertito, 55 lesionado, 61 robo o asalto… por ejemplo, 4-10 significa sin novedad… Tomé apuntes mientras Don Sebastián, taxista del diario, conducía el Tsuru sobre boyas y pozos. Los tres llegamos al 7 Eleven. Entré a la tienda con el fulano. ―¿Y luego, Jas…? ―él buscaba unas donas―. Qué raro, una mujer en Seguridad Pública… ―Pues ya ve… me interesa más que un concierto de Paulina Rubio. ―¿Es verdad que estás obsesionada con Francisco Duarte, el escritor? ―preguntó, divertido. ―¿¡Qué!? ―el Café Select saltó de mi boca. ―Me dijo Tavo que lo acosas en eventos literarios… ―No entiendo ―sequé mi barbilla afuera de la tienda―. ¿Usted conoce a Gustavo, mi ex? ―Somos amigos desde hace años… Fuck y recontrafuck. Mis únicos amantes en toda la Tierra se conocían. Mi celular sonó. ―Liz, por enésima vez ―gemí―: ¡agarra algo para partir esa popó! ¡No quiero llegar al depa oliendo tus submarinos! ―ahí me di cuenta: Don Sebas y el fulano me habían escuchado. Y no sólo ellos. ―La gente cree que hay más accidentes por la noche ―el fulano encendió un cigarro― pero hay más en el día, sobre todo cuando las señoras van a las escuelas a recoger a sus hijos… en las carreteras también hay muchas tragedias… Un Nextel del fulano sonó; los tres fuimos hasta San Nicolás de los Garza a cubrir una muerte por electrocutamiento: mi primer muerto en vivo y a todo color y no me desmayé. Más tarde, en Guadalupe, atendimos el caso de una señora navajeada por su esposo borracho. En Escobedo un niño fue detenido por vender tachas. Me gustó la adrenalina del jale, ir de un lado a otro a toda velocidad, corroborar datos conociendo gente. Como a las 17 horas el turno de andar en la calle terminó. Todavía faltaba redactar notas, entregar los rollos de fotos, checar tarjeta… y estrenar mi cubículo. ―¿Es verdad que te orinaste cuando Francisco te firmó un libro? ―el fulano seguía hostigando de regreso a las oficinas. Le clavé una mirada de “fuck you”. 
     ―Creo que nada más hoy vamos a estar juntos ―sonrió el motherfucker. Humberto, mi jefe, me había prometido una semana con mi “entrenador”. Ya sola me percaté de algo: cuando llegaba a algún incidente, según esto a toda prisa, éste ya había sido reportado por… el fulano. ¿Se estaba portando amable ahorrándome el trabajo, o me creía una inútil? Miraba con malicia trabajadores sobre andamios, quise propiciar accidentes para cubrirlos yo y nomás yo. De martes a sábado chequé tarjeta sin haber entregado una sola noticia relevante. Pasé todo el domingo pensando cómo ganarle al fulano. ―¿Por qué no te lo coges otra vez? ―recomendó Liz―: fueron amantillos, ¿no? ―Sí, quiere contigo otra vez, es todo su pedo ―Fernanda, mi otra roomie, se pintaba las uñas― mira, unas mamaditas y ya. ―¿Por qué creen que todo se arregla cogiendo? ―grité―: ¡pinches cerdas! ―Mira, llámales a todos los que le llamen a ése… háblales toda horny, pídeles que te avisen a ti primero, ¿no puedes inventar algo? ¡Pinche escritora chafa! ―Fernanda se metió al baño― no mamen, ¿quién dejó ese submarino? Harta de todo y todos me acosté, mareada por las siete cheves flotando en mi cuerpo. Ni planché mi traje Vanity. El lunes, tempranito, iba a aplastar al Fabián, quien de seguro era un haragán, de esos periodistuchos que saliendo del jale se quedan en el Café Nuevo Brasil hasta la madrugada, exhibiendo con orgullo las ojeras y los dientes amarillos como heridas de guerra, pisteando como cosacos y fumando Raleigh como chacuacos, poniendo las canciones losers de Joaquín Sabina ―a quien llaman Sabina, a secas― en la rockola, hablando de muertos como si fueran cualquier cosa para ligar chavitas, con cara de “been there, done that”. Fabián el haragán. Suena bien. 
     ―¡Hola Jas! ―mi jefe sonrió, sorprendido por mi puntualidad―. ¿Ya hablaste con Fabián? ―¿El haragán? ―soñé decir; recapacité― no, voy llegando apen…  ―Ah, no te dijo ―me interrumpió―: Jas, mejor te voy a mandar al turno vespertino, para que cubras los sucesos de noche y madrugada… ¿qué opinas? Despido precoz. Eso de “mejor te voy a mandar…” no podía significar otra cosa. Y ni siquiera había hecho las llamadas hornys. ―No, pues… está bien ―disimulé mi tristeza― ¿a qué horas vengo, entonces? ―Mmm… a las 18, perdón por no avisarte con tiempo. Volví al depa. ―¿Por qué tan tempra? ―balbuceó Liz mientras le daba un blowjob a un güey. ―Nada… me cambiaron a la tarde. ―¿Ya te van a correr? ―alcancé a escuchar. Me desplomé en un sillón, mirando la tele apagada. ¿Y si sí me corrían? Qué vergüenza haber jalado nomás una semana, volver a ser la hija de papi pidiendo dinero para su comidita, su departamento… no quería volver a Campeche. Ya les había agarrado cariño a mis roomies, estaba acostumbrada a sus porno ruidos. No pude dormir. A las 17:20 horas ya estaba de vuelta en el diario. Martínez ―qué profesional, nombrando gente por su apellido― me avisó que Don Sebastián ya estaba esperándome. Llegamos al 7 Eleven de costumbre. De las 18 a las 23:30 horas, desde el carro de sitio, hice mil llamadas a la Policía, a la Cruz Verde, a Protección Civil, al Ministerio Público, primero pidiendo, luego rogando avisos de incidentes. Llamé hasta al Bar de Max. No me gustaba tanta calma. Tal vez el haragán me estaba saboteando aunque no fuera su turno, nomás por joder. Estaba mareada por la nicotina y el pino aromatizante de autos. Los hot dogs y los nachos con queso me habían revuelto el estómago. Tenía sueño. Don Sebas, para huir de la reportera más gris de México, platicaba con colegas, esperando mi orden de acudir “adonde decidió acampar la muerte”. Uy, qué mello. Cerca de las 24 horas, más dormida que despierta, escuché en mi scanner ―cruza de walkie-talkie con teléfono celular― a dos policías hablando de un señor que se había escapado del penal de Cadereyta. Les daba hueva ir por el güey, primero narco y después soplón de la Agencia Federal de Investigaciones. Si no lo mataban los guardias del penal, los narcos lo dejarían como colador. Recordé a mis roomies: con voz horny le pedí a Don Sebas el carro nomás cinco minutitos, por una emergencia. Me fui a toda velocidad: mi primera noticia… ¡para mí solita! Después de un buen rato llegué a Cadereyta. El tramo de la carretera era deprimente, había maleza crecidísima a cada lado del pavimento. ―¿Dónde estás, 51? ¡Talk to me! ―grité. Mi celular timbró. Casi me dio un infarto. ―Fernanda, ¡estoy ocupada! ―grité―: ¿Qué? ¿Te cacharon? ¿¡La policía!? No me digas que Fabián Salinas cubrió tu escándalo… sí stupid, ¡de ese Fabián les he estado hablando a ti y a la otra! Cogiendo ¿¡por dónde!? ¡Pinche cerda! Colgué. Los polis apostaban sobre dónde iban a encontrar el cadáver, con cuántos plomazos. Los primeros visitantes de todo 51 son las moscas… en esa oscuridad no podría verlas. Manejé demasiado, casi me quedé sin gasolina. ¡Shit! Estaba en medio de la nada, cerca de una balacera, a mi lado pasaba puro trailero horny, hacía frío, me había robado un taxi de una buena persona. Gustavo me había dejado por un jale que ni me salía bien… las líneas divisorias de la carretera se hicieron borrosas. Andaba a vuelta de rueda cuando escuché ruidos escandalosos, como de pájaros. Bah, una bola de ravens, méndigos carroñeros… ¿¡carroñeros!? Seguí a las aves, noté movimiento entre el matorral. Orillé el carro sin apagar sus faros, bajé de él cargando cámaras, teléfonos y libretas. Caminé con cuidado: ahí cerca estaría el cuerpo junto a evidencias valiosas. Mis piernas temblaban tanto que dolía. Las luces exteriores del taxi, partículas de polvo y yo nos abríamos paso entre las plantitas altas y delgadas. A unos metros distinguí dos gabardinas negras dándome la espalda, extremidades masculinas debajo de éstas y arriba, sombreros negros muy lejos del piso. ―Buenas noches ―me sentí estúpida, hablando con espantapájaros sofisticados― disculpen, ¿podría hacerl…
     Creí conocer el mello cuando un par de hombres lampiños y casi transparentes voltearon hacia mí. Sus rostros carecían de expresión, de edad. Sus ojos eran celestes, casi blancos. En segundo plano vi un señor tirado entre sangre, balazos y un tiro de gracia. Entonces ahí conocí el verdadero mello: el 51 mostraba una sonrisa exagerada, espantosa, como las del video “Black Hole Sun”, de Soundgarden. ―Eh… ¿ustedes fueron los primeros en llegar? ―pregunté; mi orina recorría lentamente mis muslos. 
     ―Siempre somos los primeros ―contestó uno de ellos con voz de ultratumba. 
    ―Ajá… ―fingí tomar apuntes, temblando―. ¿Ustedes también son reporteros? 
     Silencio. ―Este… ―no podía evitar mirar la sonrisa― ¿y el cuerpo ya estaba así, hacia arriba? ―Estaba hacia abajo ―señaló el otro también con voz de ultratumba. ―Mmm… ¿entonces ustedes llegaron, cambiaron al cuerpo de posición, y le pusieron esa sonrisota? ―Al contrario ―respondió uno―: vinimos a quitarle la sonrisa y ponerle una mueca de sufrimiento. Es nuestro trabajo. ―No tienen conciencia, de veras ―me indigné― para qué periódico trabajan, ¿eh? ¿Quién es su jefe? ¡Vándalos! ―El jefe… ¿quiénes somos para cuestionarle? ―dijo el otro―: los humanos mueren sonriendo. Es su momento de felicidad absoluta, de regreso hacia el jefe. ―Están pero bien borrachos… ¿por qué querría el jefe ocultarnos a los humanos que morimos sonriendo? ―me sorprendí por mis palabras: ¿“El jefe”? ¿“Los humanos”? ¿What the…? Escuché un carro cerca, volteé unos segundos hacia él. Luego miré de nuevo al 51, traía mueca de sufrimiento. Estaba solo. ―¿Jasminder Chapa? ―escuché lejana una voz femenina. ―Así es… much… ―me desmayé. Recobré la conciencia en aquel carro, acompañada de dos señoras muy serias, de vuelta a Monterrey.  No quería regresar. No quería ni pensar. Lo de los espantapájaros había sido un producto del desmayo… entonces, ¿me había desmayado antes de lo que pensaba? Ya. No pensar. ¿Y mi noticia exclusiva, mi Pulitzer…? Quería sufrir, flagelarme: en lugar de entrar al edificio del diario me dirigí al Café Nuevo Brasil, dando tumbos, como el cantante de A-HA al final del video de “Take on Me”. Ahí estaba Fabián. Ocupando una mesa. Solo. 
     ―¿Me puedo sentar? ―pregunté al haragán, como rogando la última gota de agua. ―Sí, claro. ―Estoy… muy jodida ―fue todo lo que se me ocurrió. ―Sí, ya sé… ―¿Ya sabe? ¿Qué sab… ―Ya viste a los hombres de gabardina… no le vayas a chismear a Jaime Maussán ―me interrumpió. ―¿¡Qué!? ―Yo quería una exclusiva cuando empecé, también agarré un taxi sin permiso. Los vi cerca del Río Ramos. ―¿¡Qué!? ―después de repetir esa emotiva palabra callé durante muchos o pocos segundos. ―Te deja pensando, ¿eh? ―mostró su dentadura mostaza. Seguía pasmada. ―¿Sabes qué deberíamos hacer? ―su cara se perdió entre una bocanada de humo de Raleigh― beber como cosacos, fumar como chacuacos, comer hasta vomitar… total, si nos morimos, ya sabes qué pasa. ¿Qué te pongo en la rockola? ―Sabina, por favor.


[Texto publicado en Guidxizá, una mirada a nuestros pueblos, suplemento cultural del Comité Melendre, Año I, N° 12, Dom 14/Oct/2012. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.]