De cómo hacer escuela sin tener escuela, y de cómo ser maestro sin ser maestro

Jaime Martínez Luna

Toda transformación de la educación debe partir de reconocer que todos somos inteligentes, que todos aportamos algo a la integración del conocimiento. En otras palabras, se debe partir de que nadie enseña a nadie, de que todos nos enseñamos entre todos.

Hasta hoy, la educación institucional se ha fincado en una verdad construida para el poder: de que existe el que sabe y el que no sabe, que el ser nace ignorante y que por lo mismo desde pequeño ha de educarse. ¿Por quién? Por el que ya sabe: el que fue educado para enseñar, el que ya cumplió con un peregrinar ascendente que garantiza y "demuestra" su saber ¿Con qué? Con títulos, con diplomas, con certificados, con calificaciones, todo medido, todo demostrado ¿Ante quién? Ante las instituciones creadas para ello. Todo esto ha hecho de la escuela una industria del conocimiento, a la que se entra sin saber nada y se sale sabiéndolo todo. Pero, ¿quién crea la institución educativa? El poder. 

Sabemos que en estos tiempos el Estado y los grandes capitales viven un matrimonio perfecto. Para mantener su control social, económico y político, diseñan los contenidos y distribuyen los recursos públicos y privados para formar mano de obra que reproducirá y ampliará el impacto de sus intereses. Todo esto que comentamos, lo han dicho miles de seres naturales. Y es esto lo que nos conduce al diseño de una seria transformación educacional. Una educación que permita garantizar la existencia de todos, con todos y para todos.

El centro de una verdadera transformación radica en la práctica de una filosofía propia, natural. La actual está centrada en el individuo, al cual termina cosificando (convirtiendo en una simple cosa), volviéndolo una mercancía útil para el mercado, pero no útil para el bienestar horizontal. Se forma para hacer dinero en la construcción, en la salud, en el derecho, en la ingeniería y los servicios, pero no para construir un conocimiento para el bienestar colectivo. 

Estamos obligados de ir a la escuela, para que en un futuro obtengamos un empleo que beneficiará a los que diseñaron esa educación. Y para colmo, para multiplicar sus capitales, el poder ya no genera empleos, genera robots, con vida natural y artificial. Pero, ¿cómo cambiar esto? En principio, descubriendo la naturaleza de nuestro razonar: que somos seres dependientes, no libres como nos lo inculcan; que somos seres sociales y que todos aportamos algo para la vida; que desde que nacemos tenemos capacidades, habilidades, sensibilidades, que retratamos de los demás. En otras palabras, que somos el reflejo de todo y de todos los que habitamos cada mundo. Este proceso de razonamiento hará que nos formemos con los que ahora llamamos alumnos, y que eso se dé en todos los espacios y en todos los momentos. Es decir, que hacemos escuela en donde compartimos la vida, o sea en todo, y que somos unos más que aprenden de todos, y que por lo mismo el maestro desaparece. Que todos somos maestros. 

Que la escuela sea el sitio de reunión para que nos enseñemos todos, y que esa escuela derrumbe sus paredes para aprender de todo, y que el maestro sea sencillamente un hermano mayor, que orienta, que cuida, pero que no es el poder del conocimiento. Pensar así, nos llevará a cambiar currículas, pero fundamentalmente procesos pedagógicos, y con ello, los roles que definen y reproducen el poder del conocimiento. Implica, centralmente, reconocer nuestra natural filosofía de hacer la vida.


[Texto publicado en Guidxizá, una mirada a nuestros pueblos, suplemento cultural del Comité Melendre, publicado en EL SUR, diario independiente del Istmo. Año I, N° 46, Dom 09/Jun/2013. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.]