Ilustración: Demián Flores |
Enrique Guajiro López
Llevaba años buscándolo. Cada vez que iba a la ciudad, deambulaba por las calles aledañas a la iglesia de San Juan de Dios con la esperanza de encontrarlo. Eso lo hacía desde que su cuñada Lázara le comentó que la hija de Margarita dijo que allí lo había visto pidiendo limosna.
―Ven hijo, levántate ―le dijo, y se inclinó para abrazarlo con cariño.
Lo reconoció por la chamarra de paño con el escudo de los Yanquis de Nueva York. Nunca imaginó encontrar así a su hijo: sucio, sin camisa, el pantalón descosido de la entrepierna y descalzo. Llevaba atado en el dedo gordo del pie izquierdo un pedazo de trapo que alguna vez fue blanco.
―Vamos hijo ―le acarició el cabello largo y sucio. Él lo abrazo fuerte, muy fuerte.
La última vez que lo vio fue el día de la Magdalena. Había salido temprano por la mañana y ya no regresó en todo el día. Después le contaron que lo vieron en la feria montando toros. Román estaba orgulloso de él y no lo disimulaba cuando sus amigos le contaban de sus hazañas como montador y de la fama que se había hecho en la región.
―Es el mejor ―decía Venancio ―. Viera usted cómo lo siguen las muchachas.
―Encierren a sus pollitas, porque mi gallo anda suelto ―respondía Román en tono festivo.
Habían pasado más de siete años desde aquel 22 de julio en que lo vio salir de su casa; tan guapo, con sus botas vaqueras, su sombrero XXX y su capulina bordada que le regaló el tío Cayetano para que estrenara en las fiestas. Tan galante y con esa marca como de media luna en el pómulo derecho que lo hacía verse mayor de lo que era.
―Ven conmigo, te voy a llevar a que te bañes y luego cenamos… mira nomás, hijo, cómo estás.
Todo por el maldito mezcal, pensó Román, malhaya la hora en que lo probó. Y esas malas compañías; todo por culpa de ellas. Tanto que le dije: no te andes con esas personas, mira que ya son mayores y tienen muchas mañas; tú eres apenas un chamaco, nomás te van a enviciar. Pero por más que se lo advertí, por más que le pegaba, no entendió.
―Ahí traigo una muda de ropa limpia, póntela. Luego compraremos algo a tu medida. Y tira esos trapos hediondos… dame acá.
Carlos le entregó la ropa que se había quitado, menos la chamarra de paño. Era su preferida, porque se la mandó su mamá de los Estados Unidos.
Venancio, el chofer, tocó la puerta del cuarto de hotel.
―Señor Román, ya está todo listo en el camión. Usted me dice a qué hora quiere salir ¿No va a cenar?
Sin abrir la puerta, Román le respondió que había encargado que le llevaran la cena al cuarto y que quisiera salir a las tres de la mañana. Su trabajo era transportar productos de la región hacia el mercado de la capital del Estado; y viceversa, cuando había carga que llevar. En esta ocasión, prácticamente iba vacío. Sólo unos cuantos tercios de flores y algunos tenates con pan y chocolate que le había encargado doña Rosa para su estanquillo.
Venancio ya estaba acomodado al volante y había encendido el motor del camión.
―Vamos hijo, sube ―le dijo, tomándolo cariñosamente del brazo―. Esa chamarra apestosa, dámela ―le pidió casi arrebatándosela, a la vez que la echaba a la caja de carga del camión, por entre una de las rendijas de la redila.
―Vamos, sube ―le acarició el cabello―, que aquí en la cabina traigo un cobertor por si te da frío.
Se refirió casi a gritos al chofer que apenas lo escuchó por el ruido del motor.
―Venancio, llegando les dices que laven esa chamarra que viene ahí atrás. Con harto jabón de olor.
―Sí patrón ―respondió el chofer, sin apenas voltear a verlo―. ¿Nos vamos?
Apenas tomaban rumbo hacia la carretera, Carlos se recostó en el hombro de su padre. Éste lo abrazó y le arropó con el cobertor de lana. Román le acarició el rostro a su hijo que ya dormitaba. Un haz de luz de un vehículo que venía en sentido opuesto, se reflejó en el rostro del muchacho e hizo patente sus rasgos de adolescente. Parecía que esos años de ausencia no hubieran pasado en él.
―Está igualito ―musitó Román. Los recuerdos le llegaron en cascada.
Él quería que su hijo llevara su nombre. Alguna vez leyó, en algún libro (así lo refería), que a los hijos se les llama junior: Román Castillo Junior, decía, y así lo llamó desde el primer día. Pero la insistencia de la madre y la complicidad del cura del pueblo, pudieron más: “Los niños se deben nombrar de acuerdo al santoral de la Santa Iglesia”, le dijeron, y así lo bautizaron. Nació un cuatro de noviembre, día de San Carlos Borromeo. Hizo cuentas: dentro de 3 días cumplirá 23 años.
Llevaba en la conciencia el haber sido demasiado duro con su hijo, pero trataba de justificarse diciéndose que lo había hecho para alejarlo del vicio, aunque en realidad en él había descargado el coraje que sentía hacia su esposa que lo había abandonado. A esa conclusión había llegado con cierto arrepentimiento. Siempre le pegaba, con cualquier pretexto, y más cuando perdía las apuestas en las peleas de gallos, que en general eran una vez sí y la otra también.
―Malhaya sea la hora en que ese desgraciado sombrerudo te regaló esos animales ―le dijo su mujer un día―. Me voy a largar lejos para apartar de ti y de tus malditos gallos a esta criatura ―y se llevó las manos al vientre en actitud de protección.
Enrique Guajiro López |
La última vez que le pegó fue porque el muchacho le dijo que el Plateado había corrido. Él tenía fincada todas sus esperanzas en este gallo. Lo había estado guardando para desquitarse de todas las ofensas que le había impuesto el Chatino, su rival gallero. Y ahora le salía el chamaco con que había corrido. ―Lo topé con el Colorado y corrió ―insistió Carlos. Eso fue suficiente para encolerizarlo. Lo azotó hasta el cansancio, con su cinturón, ese que tenía la hebilla de plata con sus iniciales R. C. De ahí la marca en el pómulo derecho del muchacho. Ya casi no se le nota, pensó Román, y deseó con toda el alma que todo hubiera sido un sueño.
―La próxima es la curva de las cruces ―dijo Venancio―. ¿No se va a persignar patrón?
―Ajá ―respondió Román entre sueños y se llevó la mano a la frente.
―Papá, mira, aquí fue el accidente ―dijo Carlos―. Venía la redila repleta, yo fui el único que se salvó. Fue la noche después de la octava de la Magdalena. Darío nos citó en la y griega de la salida del pueblo, para que nadie escuchara el ruido del camión. Él y los enganchadores ya habían hablado con nosotros: que nadie dijera nada en su casa, que sólo iban a esperar 15 minutos, pues no querían problemas y el que se rajara a última hora, prometía no decir nada. Darío se encargaría de avisar a nuestros familiares cuando estuviéramos del otro lado. El único que no llegó fue Jose, el hijo de Darío. Yo iba durmiendo, no me di cuenta qué pasó. Cuando recordé, sentí un regadero de cuerpos y hasta el fondo, junto al arroyo, vi al camión en llamas. Me entró mucho frío y miedo; traté de salir a la carretera pero la subida estaba muy empinada. Me arrastré hacia mi derecha; así llegué a una vereda que va siguiendo el arroyo. No sé cuánto tiempo caminé antes de llegar a una cueva, que dicen los de Nejapa que está encantada; que ahí no pasa el tiempo, dicen. Yo creo que es cierto, pues en cuanto entré a la cueva me quedé dormido. No supe cuántas horas ni cuánto tiempo estuve ahí, antes de que pasaran unos arrieros que llevaban copal para vender. Con ellos caminé hasta Oaxaca ¿Hace cuánto? No lo sé, apenas, no lo sé. Quería volver a la casa pero tenía miedo; mucho miedo de que me fueras a castigar. Mi mamá me mandó el dinero para que pagara a los enganchadores. Ellos me iban a llevar a California, donde trabajaría durante seis meses. Después iría Nueva York a reunirme con ella. En cuanto pueda, le mando razón. Papá, estoy muy contento de estar contigo.
―Llegamos ―dijo Venancio y apagó el motor. Román sintió el brazo derecho acalambrado. Le costaba trabajo moverlo. Echó la cabeza hacia atrás para estirar el cuello y percibió una especie de bálsamo que le descendía desde lo alto de la frente hasta el estómago. Llevaba tiempo buscando a su hijo. Años cargando con esa ausencia que le arañaba las entrañas y le carcomía el sueño. Pero hoy era un día diferente, lo notó en su forma de respirar. Se atrevió a pensar en Rosalía, quien siempre le había pasado inadvertida. Era casi una niña cuando llegó a trabajar a su casa; el mismo año que Carlos se fue. Ahora es toda una mujer, pensó, y respiro profundamente mientras estiraba los brazos. Miró a su lado con cierta sorpresa; jaló el cobertor y lo sacudió como si alguien pudiera esconderse ahí; pausadamente lo dobló y acomodó detrás del asiento del vehículo. Lloró.
Le dio instrucciones a Venancio, mientras se dirigía al interior de la casa.
―Que agarren de ahí un poco de flores, pan, chocolate y esas cosas, que pongan un altar para los fieles difuntos.
―¿Un altar? ―respondió Venancio sorprendido― ¿Y en dónde lo ponen?
―No lo sé, donde se ponen los altares.
―¿Y ahora qué víbora le picó a tu patrón? ―preguntó Rosalía mientras bajaba las flores del camión.
―No lo sé ―contestó Venancio ―. Se está enviejando.
―¿Qué hago con este trapo mugroso que viene aquí? Huele a animal muerto ¿lo quemo?
―No, dijo el patrón que lo laven. Con harto jabón de olor.
[Cuento publicado en Guidxizá, una mirada a nuestros pueblos ―Año II, N° 67, Dom 03/Nov/2013―, suplemento cultural del Comité Melendre en EL SUR, diario independiente del Istmo. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.]