Macario:
Ilustración: Demián Flores |
Tú, que no eras afecto a las salidas repentinas, vienes hoy lentamente recorriendo medio país para llegar a bendecir nuestros recuerdos, en una itinerancia que no tenías programada ¿o acaso habías pensado detener tu corazón cuando apenas cumpliste los sesenta y seis años de vida bien vivida?
Y quién puede ahora dudar de la vitalidad con que abordabas cada día, con que bordabas cada día sobre el terciopelo brillante de tu imaginación, de tu invaginación, como léperamente repetías. Quién puede olvidar tus bromas, tus afanes incansables de espíritu chocarrero, tu ágil juego de palabras que brotaba incansable como de alguna mitológica fuente para lacerar al destinatario y provocar la carcajada de los contertulios.
Tampoco podemos soslayar las tardes aquellas en que nos fundíamos en esa otra fuente mitológica que era La flor de Cheguigo, bebedero en que se encontraban nuestras ansias por aprender, por hallar el hilo que nos condujera a una nueva lectura, a un nuevo autor, o algo que tú hubieras descubierto en tu zambullida matutina por los libros de la biblioteca de la Casa de la Cultura.
Ah, la Casa de esos tiempos, tu casa. La que condujiste con sabia mano de piloto conocedor de océanos varios a lo largo de diez años. Tiempo productivo, jornadas felices donde nos juntábamos para conversar largamente, para escuchar tus consejos, para recibir tu entusiasmo ante el asomo de nuestros balbuceos. Eras ―como apenas hace un rato escribió Gubidxa Guerrero― un gran árbol bajo cuya sombra, pintores, músicos y escritores aprendices, nos cobijamos.
Eras, sí, un árbol enorme, una ceiba, con las raíces profundamente hundidas en la savia más añeja de los tiempos, la que nos procuraron los hombres y mujeres de las nubes, los binnizá de la leyenda, los binnizá de la historia, los que no dispersó ninguna danza y que muy por el contrario nos heredaron estas flores y pájaros con que nos comunicamos cada día.
Esa raíz te llevó a colocarte al lado de los marginados, de los que menos tienen porque casi todo les ha sido arrebatado, de los que hoy suman más de cincuenta millones en este país de sueños. Desde esa orilla escribiste, en esa margen del caudaloso río juchiteco te ubicaste para cantar la construcción de la esperanza, de una esperanza que se envolvió en una bandera hoy desgarrada, pero a la cual cantaste con tu lira de poeta bien nacido, con ese tu corazón de barro y oro, con esa tu frente luminosa.
Desde esa orilla asumiste tu actitud ante la vida, por eso es que no te humillaste ante el funcionario o el político poderoso en turno, por eso es que fuiste capaz de decirles sus verdades o de lamentarte después para decir que todos son iguales.
Por eso volviste los ojos al futuro brillante de la poesía, de la pintura, de la música, por que el arte ―decías― nos salva, nos redime. Y empujaste una vez más y desde siempre, para impulsar a los novicios, para ponerlos en una vitrina donde fueran bien mirados, para escribir acerca de ellos, de su potente juventud.
Y te hundiste de nuevo en tu escritura, en tus poemas, para elevar tu canto por el Juchitán de tus amores, por tus amores en Juchitán. Y así nos regalaste el paraíso de tus letras, un edén en que sobrenadan caderas de marfil y pechos de azucena, en el que sumergirse en las carnes de la letra es hallar el paraíso perdido en la noche de los muslos resucitados. Un edén, por arriba y por abajo, por delante y por detrás, donde se trasluce a todas horas tu espíritu chegueño, tu arteria juchiteca, tu alma de hombre niño, de varón celeste universal. Esa tu alma bienamada en ciertas alturas del valle oaxaqueño, en algunas calles y lugares de la antigua región más transparente, por diversos rumbos del Istmo, en las reconditeces de nuestro atribulado pecho.
Ayer, hacia las ocho cuarenta de la noche sonó el teléfono portátil, mientras comenzaba a mirar una película en el centro de Juchitán. Con la voz entrecortada por el llanto, entendible apenas, una mujer me decía que alguien había sufrido un infarto, no escuché el nombre de la víctima; pregunté y la respuesta vino desgarrada ―Macario, Macario ―reconocí entonces de quién venían las palabras.
―Los doctores le dan pocas esperanzas ―abundó la voz.
―Hay que esperar y pedir al buen Dios ―fue mi contestación, antes de cerrar el teléfono. Diez minutos más tarde, el timbre volvió a sonar y la mujer detuvo el llanto para decir: Me acaban de avisar que ya murió Macario. Desde la pantalla del cine un tal John Dillinger dirigió su arma para disparar repetidas veces sobre mis sienes.
Hoy me siento a escribirte, minutos antes de acudir a tu velorio, para mirar acaso por última vez el transcurrir del tiempo sobre tu cuerpo, tu sombra, tal vez tu sombra. Mañana, la tierra se abrirá para recibirte, renacerás de nuevo el dos de enero, como cada año. Les he dicho a los amigos, a través del correo posmoderno que te negabas a utilizar, que tu joven corazón de poeta no podía crecer más y dejó de latir. Pero no es cierto, tu corazón se queda con nosotros.
Texto publicado en la Revista Guidxizá, Año VI, N° 14, Julio-Septiembre de 2009. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.