Ojos del agua

Hiram Aragón
Didier López Carpio

Vi al viejo agacharse a ras de suelo y meter el mentón en el pocito claro que nacía entre unas rocas lamosas. Bebió como animal montés en abrevadero. Tardó casi medio minuto sorbiendo, a paso lento, con degluciones cortas y saboreadas: los ojos cerrados, las orejas restiradas hacia atrás, la nariz burbujeando entre la membrana vidriosa de la superficie líquida. Ese era un momento de vida, como comer, trabajar, engendrar o morir. El hombre bebió del manantial desde siempre, directamente de él, acarreando agua en tinajas de barro, cubetas de peltre y bules sellados con un olote hermético que le hacían la faena menos sofocante durante la canícula. 

Recuerda que en el pueblo no se necesitaban pozos, acaso algún pretencioso escarbaba en sus terrenos la privacidad de su propia providencia, pero la mayoría la acarreaba de aquel nacimiento borbollante y la llevaba a reposar a una olla de barro poroso para que se mantuviera fresca y pudieran preparar más tarde pozol, y en las tardes hervir café en la leña del patio. 

Para el viejo el tiempo siempre representó una dilatación más que una fuga de la existencia: todos los días eran tan similares entre sí, a excepción de los nuevos surcos en el rostro y el nacimiento de nuevos hombres y mujeres. Tuvo una mujer muchos años atrás y que le duró también muchos años: menuda, fibrosa, amable y callada, buena para dar al mundo catorce hijos y moler maíz y cacao en el metate, la extrañaba a menudo y volteaba todas las mañanas a ver el retrato apolillado de la pareja recargado en el baúl de la pieza principal. Los hijos, en tanto, se habían desperdigado por el mundo: tres muertos, otros tres casados y los restantes desaparecidos entre las marañas de la ignominia migratoria. La familia se le había borrado. Un alcalino olor a soledad y escasez de esperanzas merodeaba su casa.

Cuando el hombre bebía del manantial, abría de vez en cuando sus ojos acendrados, dispuestos en su rostro como un par de pepitas de calabaza, y se reconocía con un dejo de ensimismamiento sordo, sin el eco del lenguaje hablado en la sonaja de la conciencia. Sólo ascendían por ahí imágenes del pasado como si de adivinaciones se tratara: un niño esmirriado pastoreando chivos, con un sombrero contrahecho que le guardaba del sol; el morral al costado con blandas y un trozo de venado oreado; en el izquierdo pendulaba el bule recipentario del agüita de manantial que él mismo llenaba antes de salir a su labor bucólica. El llano que colgaba de la serranía a la que se arrimaba su pueblo era de un verde olivo, con matices cremosos y de nogales, olía tan bien aquella gran sábana de hierba que no tenía que inventar ilusiones de lejanía: la vida ahí era un regalo espléndido, ver salir y ocultarse todos los días la gran bola naranja del sol le llenaba de sosiego y liberación; pero ante cualquier cosa su más grande placer era ir siguiendo el hilo de agua que bajaba al llano y ascender hasta el ojo de agua de donde explotaba el borbollón dulce de sus placeres. Casi siempre dejaba a los chivos y a un perro pastor que le acompañaba bebiendo arroyo abajo y él se sentaba en las márgenes del pocito sobre una piedra grande y lisa, metía los pies callosos en el agua y absorbía la energía vitalizadora del poder inexpugnable de lo que nace bajo la tierra, no comprendía aún esas ideas románticas pero ciertas, aunque igual lo sentía en un conocimiento innato del rol natural de las energías. 

Días en que hallaba un tiempo libre pasaba horas jalando la pita donde su padre había rematado un anzuelo y su plomada. Era un artefacto chiquito que le permitía sacar sardinas del tamaño de un meñique. Esperaba las horas pensando en lo que había detrás del mundo, a más conocía Oaxaca y el mercado que le parecían el festival más entregado del alma humana; ahí su padre llevaba gruesas de alfalfa a mercar y traía pesos para algunas cosas extras que no entendía en principio, pero al final comprendía que tenían una grata sonrisa reparada en la familia. 

Así creció el hombre.

Entonces vi al viejo de nuevo, ahora verdaderamente viejo. No se veía cansado pero colgaba de los ojos unas lagañas de aislamiento crepitantes. Los bigotillos que siempre le oscurecían la boca se anegaban con el agua del pocito. Yo lo saludé incrédulo de su entereza y de su memoria, pero él me dio los buenos días en sus ojos cristalinos como la fuente en la que había bebido. Quiso abrazarme y yo a él. Estuvimos un rato quietos, oyendo el barullo del agua que bajaba al llano. Y quise explicarle lo de los años, lo del olvido que no necesariamente era olvido sino la comodidad de uno que no le deja ausentarse de su lejanía y regresar al lado del viejo a platicar sobre días de sol y labranza, corrales de chivos y bestias que tragan forraje a granel, fiestas de pueblo edulcoradas con mezcal y retoños de alfalfa en el terreno que yacía ahora impávido, paciente, ninguneado…

Quise decirle que tenía tres nietos, que uno de ellos llevaba su nombre y que en la jaiscul iban muy bien, hasta ya ni hablaban castellano, menos zapoteco, para qué…. 

Él me buscaba muy dentro de lo que representaba a ver si por ahí, en un rescoldo de mi cuerpo hallaba partes del espíritu que porté de niño cuando íbamos en bola a bañarnos al pocito y a corretear conejos. Sé que no halló nada y eso no le preocupó, al contrario, insinuó con un ademán sobrio la confirmación de sus sospechas: era yo un extraño venido al pueblo, como uno de esos que estaba construyendo pequeños diques alrededor del manantial, atrapándolo, hiriéndolo, acrecentándolo como un corazón insuficiente que tiene que crecer para seguir funcionando, y al final rendirse ante su malformación obligada. El pocito era el corazón del viejo. Yo apenas advertía la desazón que le causaba mirar cómo se apilaban los ladrillos como una torre de Babel inexplicable que trata de reivindicar nuestra naturaleza soberbia, dominadora, condenada a mitigar nuestro cáncer espiritual con nuestras obras materiales engreídas y groseras.

Allá de donde vengo hay también corrientes de agua que tejen telarañas inacabables bajo los suelos: si uno pudiera meterse en el grifo que da a la cocina y recorrer como un explorador microscópico toda la tubería tendríamos acceso a la intimidad de todos los hogares, especularíamos sobre el devenir de los barrios, invadiríamos a través de la aventura el organillo metálico de las ciudades, para remontar al origen de tanto prodigio: un pozo, una represa, un río caudaloso que siente enervar las más fantásticas formas de vida. Y todo se resume al final en el boquete constreñido de un tubo que lo lleva a todo, que aplaca la sed y los incendios, que lava coches y riega jardines, que inmacula platos y baña cuerpos aceitosos metidos como cetáceos en bañeras de porcelana o en piscinas azules que pulen las mucosas con el dulzor del cloro, esas cosas que el viejo no se imagina porque su agüita sólo tiene tres cuerpos distintos: el del pozo, el de la olla de barro y el del bule. Qué importan al viejo esas monsergas sobre el agua potable y sin sedimentos, que la ósmosis inversa y el envasado, botellitas que valen más que una gruesa de alfalfa y que sirven de consuelo al pecado de la anorexia y la gimnasia de la estética. El hombre sólo sabe del reflejo del sol en el manantial como un ojo lacerante que hiere a través de confirmar las mañanas en que Dios nos alarga la vida; el fino ruido de las burbujas que han escapado del centro de la tierra para demostrar que existe un lugar invisible donde las cosas han nacido en el principio de los tiempos; el musgo que se adhiere a las rocas bebiendo insaciable para verdear los párpados del ojo de agua y ponderar la magnificencia de la vida; el arroyo; el llano; el tiempo…

Hiram Aragón
Y yo le beso la mano como antes de que me fuera con la ilusión de darles a mis viejos mejor vida, que no la hay si a un hombre de campo se le quita de su tierra y de su agua/ Ya no fluye el líquido sobre la tierra/ Su mano es de una ligereza impronunciable/ El manantial se ha estrangulado en represas grises de  cemento/ Su piel es una tela de seda que apenas encierra el vaivén de su sangre/ El agua se adelgaza en los filamentos huecos que llegan a todas las casas del pueblo/ Los dedos del viejo son apéndices cansinos que se resecan sin llanto.

Y lamento cuántas cosas malas se le puede hacer a un hombre. Irlo dejando solo en episodios que por sí mismos parecen naturales, pero juntos laceran en tajos su alma hasta darle el toque final que no he querido ver y que se acerca.

El viejo entonces se inclina sobre su vieja olla de barro, ve en la película diáfana de sus aguas el sol de su existencia que empieza a sosegarse. Yo sólo soy un testigo, un advenedizo. 

El hombre codicia su manantial a través de aquel recipiente poroso, ve transcurrir su vida con su gusto de viejo y cierra sus ojos grises como en reposo, como en un rezo…
 

________
Texto publicado en la Revista Guidxizá (Nación Zapoteca), publicación cultural del Comité Melendre, Año XX, Número 18, Mayo de 2024. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.