Abel Toledo Gómez
Todavía en las décadas de los cincuentas y sesentas, lo que actualmente se conoce como la Colonia Ribera del Río, ubicada en la Octava Sección, Cheguigo, en Juchitán, era terreno virgen, donde, desde el puente peatonal, se divisaba la flora con una diversidad de especies, en los que sobresalían enormes y frondosos árboles, cuyas grandes y extensas raíces, se alimentaban de la humedad que ofrecía el afluente.
En cuanto a la fauna, era común encontrar una especie de iguana, más pequeña que la normal. Se les conocía como Guiú en zapoteco. También había palomas, tortolitas, pájaros carpinteros, calandrias, armadillos, tlacuaches y muchas otras especies más. Las familias que vivían cerca del río se dedicaban a la siembra y producción de distintas flores, así como a la cosecha de diversas frutas, tales como: mangos, papayas, naranjas, guayabas, ciruelas, etcétera. La naturaleza fue enormemente benévola con aquellas personas. Todo constituía un paisaje muy bonito y el canto de los pájaros los cubría de alegría.
A unos cuantos metros del río, entre el Camino Grande (Neza Ro’) y el terreno del señor Lorenzo Sánchez, más conocido como Ta Yenchu Chemadu, creció un enorme y frondoso árbol de guanacastle. A través del tiempo sus ramas se cayeron, debido a los fuertes vientos de otoño, dejando descubierto un tronco como de cuatro metros de altura y seis de diámetro, ahuecado en su centro y hasta dos metros hacia abajo. La tierra en esa zona, hasta nuestros días, es suave y bastante fértil, se le conoce como: yú cuela.
En el tiempo que nos ocupa, es decir, el tiempo de los duendes, los habitantes del barrio de Cheguigo utilizaban unas pequeñas veredas o caminos carreteros, para llegar al centro de la población, cruzando, desde luego, el río, que por lo general se mantenía con poca agua, e inclusive, llegaba a secarse. El Camino Grande o Neza Ro’, iniciaba en el río y terminaba en Tehuantepec, toda vez que cuando no existía la carretera Panamericana, este sendero es el que unía Juchitán con Tehuantepec.
Algunas de las personas que transitaban por la vereda, sobre todo los niños y uno que otro adulto mayor, mencionaron haber visto a dos niños ―de entre diez y doce años― salirse del tronco, en horario de doce del día. La descripción que dieron acerca de estos infantes es que tenían la mirada penetrante, orejas puntiagudas, cabellos lacios y largos; no usaban camisas y siempre vestían unos calzoncillos incoloros. Era bastante común confundirlos con otros niños en esos años de urbanización incipiente.
En los tiempos de juegos de canicas, los duendes se mezclaban con los niños, permanecían un rato jugando y repentinamente desaparecían del lugar, para trasladarse a otra parte distante de una manera fantástica. Muchas veces los vieron en los pitahayales, casi al mismo momento en que los niños jugaban con ellos. Los duendes eran unos seres extraordinarios y mágicos. Varias veces se llevaron a algunos niños de paseo, para compartir con ellos las ricas pitahayas, para más tarde, regresarlos a sus casas. Nunca se supo que ellos llevaran a cabo acciones de maldad. Eran duendes juguetones y, por lo que se observó en el tiempo que se les vio, parecían muy felices conviviendo y departiendo con los niños.
Al paso de los años a algunos militantes y dirigentes de cierto partido político se les ocurrió invadir el terreno ribereño para fundar una colonia, a manera de hacer un buen negocio con los lotes, controlar a los colonos y vender caro los votos en todos los procesos electorales. Y tal como ha sucedido en otras colonias, proliferaron los antros de vicio. En un abrir y cerrar de ojos, acabaron con la flora y la fauna de la ribera. De los duendes nadie dio razón.
Una madrugada de abril el tronco del guanacastle quedó convertido en cenizas. Los duendecillos del Camino Grande se fueron y, como para que los moradores de la nueva colonia los recordaran, todas las tardes, ya entrada la noche, los perros aullaban sorprendiendo a sus amos, y luego un silencio lúgubre reina en el lugar y sólo se rompe cuando los borrachos y los drogadictos se insultan o se pelean, a veces sin motivo alguno.
Lo que los hombres llaman civilización, transforma las cosas, una veces para bien y otras veces para mal. Ahí está el caso de los duendes del Camino Grande. Eran mágicos, pero la urbanización los desapareció para siempre.
[Texto publicado en Guidxizá, una mirada a nuestros pueblos, suplemento cultural del Comité Melendre, publicado en EL SUR, diario independiente del Istmo. Año II, N° 55, Dom 11/Ago/2013. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.]