El retrato de mi madre

Andrés Henestrosa


…Cuando he preguntado su edad, me ha respondido que al ocurrir el cólera del 83, era ya grandecita. Con este dato, he deducido su edad. Si en 1883, tenía cinco años, que es cuando ya se puede tener memoria, ahora irá teniendo setenta años.

Ella fue la primera hija de dos que tuvo Bárbara Pineda, mi abuela. La segunda se llamó Severina y murió muy joven. Tuvo seis hermanos, de los cuales viven cuatro. A Adrián y Crescencio, ya los has visto en foto: el que está solo y tiene un lunar en la mejilla es Chencho; el de los bigotes canos, Yan. Otro, Eustaquio, estaba en el pueblo el día que fotografié a la familia, pero mi llegada le produjo tal alegría, que habiendo tomado demasiado vino por festejarme, no estaba en condiciones de que se le retratara. Otro más, Juan, estaba de visita en México; cielo nublado y la prisa con que anduve, no me dejaron tiempo para retratarlo. Francisco y Máximo, ya va para treinta años que murieron.

Mi madre heredó el cariño de Severina, esto es, la quería dos veces. He oído decir que fue, durante su primera juventud, la más bonita mujer de Juchitán. Era, dicen, como la flor del pueblo. Hace algunos años, por diversión, le pregunté con qué sustituía la pintura de labios y el polvo cuando fue señorita. Y me respondió: yo no tuve necesidad de esas cosas. Y creo que ello fue cierto. No tenemos en casa ninguna fotografía suya anterior al año de 1917 en que hizo un viaje a una de las capitales próximas a Juchitán. Todavía entonces era muy bella. De pie, junto a una silla, una mascada colgándole del brazo, se la ve con esa arrogancia con que siempre adorna sus actos y su andar. Lo que un día dije de las tehuanas y juchitecas que caminaban en verso, que su andar era la poesía del movimiento, me lo sugirió ella. En 1932 tomamos otras fotos suyas en la capital de la República. Vieja, cansada como está, conserva en todas ellas ese gesto altivo que en ti sugirió la idea de indomabilidad. Su mandíbula, un poco salida, parece una quilla pronta a embestir la ola adversa.

Vistió de niña con esa indumentaria que ahora sólo usan las ancianas o las mujeres muy primitivas. En rigor es el traje más auténticamente zapoteca. Los idolitos zapotecas lo atestiguan. Debió ser una fiesta ver en cuerpo niño traje antiguo. Pasó su niñez en el rancho. Cantos de aves, flores silvestres, debieron darle la primera lección de belleza y de amor. Y el mar que en todo ha de estar presente, la primera lección de infinito. ¿No ves en su mirada lejanías? Ya adolescente vivió en Ixhuatán y en Juchitán. Asistió nueve meses a la escuela y aprendió a leer. Casada, con la ayuda de mi padre mejoró sus conocimientos y supo escribir un poco y hacer números, aunque nunca se valió de eso. Las cartas se las escribimos siempre nosotros, y en cuanto a las cuentas las hacía ―ahora ya no tiene nada que contar― con granos de maíz, frijol o garbanzos, con una rapidez y exactitud sorprendentes ni más ni menos que los chinos con su ábaco. Muchas veces yo con el lápiz, ella con sus granos, me ha ganado haciendo cuentas. Entonces, satisfecha, agrega que ella será muy tonta, pero que llegada la ocasión sabe defenderse. Después ha olvidado los números, la escritura y también, un poco, la lectura. Con frecuencia la he encontrado en una labor dolorosa intentando descifrar mis artículos. Uno, principalmente, lo ha leído varias veces, no obstante que gentes de la casa se lo leyeron cuando apareció publicado. Pero ella quiso, por propio esfuerzo, leerlo, como si aquello perdiera su sentido si sus ojos, si su pequeña sabiduría, no lo descifraran por ellos mismos.

En plena juventud volvió a Ixhuatán. Aquí conoció a mi padre. Y fue así. Un día estaban unos jóvenes apostados en una esquina viendo pasar a las muchachas camino del mercado, como es costumbre en aquellos pueblos al atardecer, cuando pasó mi madre.

―Allí va Martina Man ―dijo alguno.

―¿Quién será el que se case con ella? ―agregó otro.

―Con esa mujer no se casa ninguno de nosotros ―comentó un tercero recordando su piel clara y su posición desahogada.

―Pero yo lo intentaré ―dijo mi padre.

Y lo intentó. Y empezó la novela que te conté camino de la Newberry Library.

No duró mucho aquel amor. Doce años después de casados mi padre murió. Mucho tiempo para el sufrimiento, pero un instante para la dicha. Dos semanas después de su entierro volvimos a Ixhuatán a donde no pudo llegar a morir porque una sublevación de juchitecos lo impidió. Allí teníamos casa y un pequeño rancho con ganado. Durante los primeros cuarenta días, en los cuales se reza en casa ante una fingida tumba de arena y los deudos reciben el pésame de sus amistades, mi madre vivió llorando. Después se secó las lágrimas y una gran resignación, refugio de mis dos sangres oprimidas, ocupó el sitio del infortunio.

Amparada en los brazos del marido, su voluntad, su energía, su coraje, no pudieron manifestarse en su plenitud mientras el esposo vivió. Pero los tenía cabales. Ella misma, a caballo, acompañó al caporal y a los vaqueros a traer al rancho algunos toros para pagar a don Antonio Nivón el dinero que prestó para que mi madre fuera a curarse a México. Y otro día, creo que a fines de noviembre del 11, en una carreta guiada por ella, salimos todos rumbo al rancho. La Revolución Mexicana se iniciaba para nosotros. Y allá vivimos hasta seis años sin volver al pueblo. 

Mi madre se encerró en la casa grande, en la de los santos, que se dice en zapoteco, para diferenciarla de la cocina y de la casa de criados; y sólo por las noches salía para preguntar por el estado de los trabajos y para dar instrucciones acerca de lo que había de hacerse al día siguiente. Cuando una ocasión propicia la ponía en trance de explicar su estado, decía que odiaba la luz y que había encontrado un consuelo en la penumbra de su casa. Algunas noches salía a caminar por los caminos. En voz alta llamaba a mi padre: los indios creen que los muertos no se van del todo si una gran culpa, si un gran amor, dejaron en la tierra. Y Arnulfo Morales, mi padre, había dejado aquí a seis hijos y a una viuda. Y era posible que en las noches de luna volviera al rancho por verlos. Hubo quien dijera que estaba loca. Pero no lo estaba. Yo sé que estaba cuerda, que nunca como en aquellos días estuvo tan lúcida. Ninguno de sus hijos advirtió aquel drama. 

Otras veces, al medio día, abandonaba su rincón y venía a la cocina a comer con nosotros. 

―Mañana comeremos juntos ―anunciaba. 

Y Checú Cueto se empeñaba en pescar el más rico de los peces y Valeria Biinu en guisar el más rico de los platos. Mi madre, con la cabeza ceñida con un paliacate de seda negro, presidía la comida. Y todos vivíamos unas horas de fiesta. Algunas tardes, en romería, íbamos al mar que a un kilómetro de la casa corre. En su orilla cortábamos guayabas e icacos, un fruto rojo que por allá se da silvestre y del que Darío habla con elogio en su Autobiografía. Nos bañábamos, recogíamos conchas de colores y con ellas hacíamos collares. Durante el tiempo de aguas era una delicia cortar nenúfares y mudubinas, dos flores de las que andando el tiempo iba yo a contar la dolorosa historia. Pero esto era ocasionalmente. La ley era que mi madre se pasara los días dentro de la casa, sin salir, sin comer, durante el día. Cuando estuvo curada de su viudedad, trabajó al lado de los mozos hasta que la luz rendía los ojos y la noche, a dos manos, repartía la plata de los astros. A caballo, a pie, recorría el campo vigilando la nacencia, o iba al pueblo para comprar maíz, frijol y otras semillas para las siembras. Sentada en la última tranca del corral, vigilaba la ordeña, la tusa, el cruce de las bestias, los herrajes. ¡Días aquellos en que yo, un niño de diez años, era el segundo, el ayudante más eficaz del caporal!

Pero la Revolución Mexicana, que entonces todavía no llegaba a gobierno, llenaba de espanto el pecho cóncavo de los días mexicanos. Y el robo, el asesinato, el estupro, eran afanes cotidianos. Y no era menester el don de profecía para advertir que nuevas desventuras se cernían sobre nuestra casa, ya llena de goteras. Y todos los agüeros en que hasta ayer creía y en los que aún creen mis familiares, nos repetían que todo aquel mediano bienestar iba a concluir. El canto de los alcaravanes, el retorno del hombre a caballo que cien años antes anunció la prosperidad entre los abuelos, todos nos anunciaba que aquello era víspera de un nuevo penar. Y otra tarde, tan triste como aquella en que salimos del pueblo, volvimos al pueblo. Nuestra casa había sido saqueada y quemada por los revolucionarios, y sólo quedaba en pie la cocina. No construimos una  nueva casa, sino que acondicionamos la cocina, y en ella nos pusimos a vivir. Concurrí a la escuela, cada vez que la situación del país permitía que la hubiera, y aprendí a leer, a escribir y a recitar.

Mi madre, en viajes constantes a Juchitán en busca de medicinas para curarnos de la malaria, se puso a gastar dinero. Hacía regalos de cuando en cuando. Y así como otros obsequian una caja de dulces y unas flores, Martina Man regalaba una yunta de bueyes y una carreta, una vaca con cría o un terreno para construir una casa. A sus ahijados, a sus hermanos, a sus sobrinos, a mi abuela, regalaba durante la feria de la candelaria, única que se celebra en mi pueblo. Alguna vez apadrinaba a matrimonios, pagando los gastos. En uno de estos matrimonios recuerdo haberla visto bailar un son; y decir los parabienes a los recién casados. Durante el matrimonio de Efraín Nieto, un primo mío, la oí recitar un romance que sólo más tarde supe que no era de nuestra invención, y que ni siquiera sabíamos bien a bien lo que las palabras significaban, porque el romance memorizado sirvió, sirve aún entre nosotros, para ocultar la pena de que podamos expresarnos fluidamente en español.

Ya se va la recién casada
sabe Dios si volverá;
adiós queridos hermanos,
adiós querida mamá.

―Caballero por fortuna
¿tú no has visto a mi marido?
—Señora no lo conozco
deme una seña y le digo.

―Mi marido es blanco y rubio
su boquita muy cortés
y en la cacha de su espada
tiene un letrero francés.

―Por las señas que me has dado 
yo lo vi muerto ayer
en la guerra de Valencia
lo mató un traidor francés, 
y me dejó por encargo
que me case con usted.

―Siete años lo he esperado 
y otros tres lo esperaré 
si para entonces no viene 
con usted me casaré 

Tengo mi vestido negro
y mi tápalo café
y me miro en el espejo
¡qué chula viuda iquedée! *

[*Este romance, el de Las señas del Marido, se recita y canta en varios pueblos del Istmo de Tehuantepec, con muy leves variantes. Perfectamente memorizado, sólo en el último renglón interfiere con el zapoteca. Por “¡que chula viuda quedé!”, se dice: “¡que chula viuda iquedée!”. Esto es, viuda junto al fogón. Nota del autor].

Y yo que desde entonces trabajaba, sin saberlo, por ser escritor, me arrobaba ante aquel espectáculo de decir el sentimiento en rima, y sumaba mi aplauso al aplauso de los concurrentes. 

Pero, ¿por qué repartía Tina Man de aquella manera sus pequeñas riquezas? ¡Ah! Lo hacía porque estaba segura de que más tarde o más temprano todo aquello iba a acabarse. Y ella, ¿cómo lo sabía? Lo sabía porque cada dos o tres noches, los rebeldes, que así se llamaron siempre los revolucionarios de México, asaltaban nuestra casa y rifle en mano pedían dinero. Y había que dárselo. Y ¿qué más? Esto: ella pensaba casarse por segunda vez y quería llegar al matrimonio pobre. Y gastaba lo que era suyo. Y lo que suponía que era de sus hijos lo gastaba en curarlos y tenerlos en el colegio. Y todo eso después de haber entregado a mi tío Adrián, para su custodia, trescientas cabezas de ganado, evitando así a su futuro marido la posibilidad de que se le reprochara el haberse casado con una viuda no muy joven, por interés. 

Y vino su segundo matrimonio. Una serie de diligencias nos indicaban que pronto nos mudaríamos a Juchitán. Habíamos adquirido casa allá y mi madre había reunido una suma de dinero para nuestros gastos en aquella ciudad. Honorato, Hono, como nosotros le llamábamos, iría a estudiar a Oaxaca, cumpliendo así el deseo una vez expresado por mi padre, de que alguno de sus hijos estudiaría; y los otros, concluiríamos la primaria. Pero a algunos nos anticipó la noticia de su matrimonio. Y nosotros, ciegos, creíamos que la memoria de mi padre se empañaba, y en una pequeña rebelión, decidimos anticipar el viaje. Y una tarde salimos de Ixhuatán. La carreta había caminado cien metros cuando volví los ojos a mi madre. La vi con las manos sobre la cabeza, viéndonos ir. Y de un salto me apeé. Y volví a su regazo. Y le dije que no me iría, sino que me quedaba a vivir con ella. Desde ese día se estableció entre nosotros un pacto que los días han afirmado: yo veo en Martina Man, no tanto a mi madre cuanto a una amiga; ella ve en mí a un hombre que una vez no quiso desampararla. Los otros hermanos se fueron a Juchitán, y durante meses cortaron toda comunicación con ella. Aquella vez me quedé a su lado sólo por amor. Cuando fui hombre y supe entender mejor, le censuré sus ocho años de viudedad y haber reñido y retirado el saludo a uno de mis tíos paternos, sólo por haberla aconsejado que volviera a casarse. 

Una semana después se casó. Sin ruidos, sin espectáculos, tomó segundo marido. Él se llamaba Gerardo Toledo y era persona honesta, y no le nombraban sin anticiparle el don, que es como el señor de los castellanos. Don Gerardo por aquí, don Gerardo por allá, era la ley en el pueblo. Y sumando sus vidas se propusieron trabajar. No recuerdo el tiempo, pero en Ixhuatán todo es tiempo de siembra. Y sembrar fue su primer pensamiento. A la mañana siguiente ensillé yo mismo los caballos, el de don Gerardo y el mío. Uno del lado del otro salimos de casa rumbo a la milpa. Mi madre salió a la puerta a despedirnos y allí se estuvo hasta que, caminadas dos manzanas, dimos vuelta a la derecha. Montaba un caballo pero muy brioso; un solo ruido de las espuelas lo inquietaba y con sólo aflojar las riendas arrancaba. Hacia la salida del pueblo había entonces una pequeña tienda. Su dueña, una mujer maldiciente, al vernos pasar dijo en su pérfida lengua zapoteca, en la que basta una modulación para que la frase adquiera alcances inesperados: Ahí va el novio. Y la frase aludía a tantas cosas, que hincando las espuelas en los ijares de la bestia y aflojando las bridas, irrumpí en el establecimiento. Con el comentario en la boca, la mujer se refugio debajo del mostrador, que el caballo bañó con las espumas del freno. A mi reclamo salió el marido. Su mujer me ha ofendido y quiero verle la cara, grité. El marido aseguraba que la señora no estaba en casa, y que tal vez me hubiera equivocado. Y yo dije, sacando en machete que todo ranchero usa al lado de la reata, que si ella no salía yo bajaría a sacarla.  Con la cara llena de espanto la mujer asomó la cabeza y me dijo: Hijo de mi corazón, perdóname. Tirando de las riendas abandoné el establecimiento. Don Gerardo en tanto, me esperaba a la orilla del río. Ni una palabra hablamos del suceso, pero en el pueblo todo el mundo lo supo. Y hasta hoy, cuando alguna vez vuelvo por allá, alguno, seguro de que nada eso me ofende ni me apena, lo refiere cuando el alcohol hace de las suyas en nosotros. 

De aquella unión nació Fernando, o Nando, como a mí me place llamarlo en recuerdo de un personaje de mis lecturas rusas. Un año después don Gerardo murió en un asalto que los rebeldes llevaron a cabo en el pueblo. Y otra vez Martina Henestrosa quedó viuda. Entonces le dije: Ahora sí, tu vida se acabó. Y con un movimiento de cabeza convino en que todo había concluido. Vueltos los otros hermanos a la casa, volvimos a vivir juntos y nadie habló ni una palabra del pasado. Y otra vez, siempre que hubiera que hablar de mi pobre padre, se decía el finado o papá. Y como ya no podía volver a ser Martina H. Vda. de Morales, ni gustaban mis hermanos llamarla viuda de Toledo, dimos por llamarla simplemente Martina Henestrosa. 

Del segundo marido no habló nunca. Ni la mañana de su muerte lo lloró como al primero. En rigor, en su segundo matrimonio no participaron las mismas razones que en el primero, en el que sólo el amor intervino; en el segundo, buscó refugio, protección, alivio. Nunca me dijo, pero creo que en su corazón nunca dejó de pertenecer a mi padre. 

Otra vez volvió a administrar sus bienes. Después del reparto que hizo con el tío, a quien había dado el ganado al partir, apenas nos correspondieron unas cuantas reses. El cambio de querencia enfermó al ganado y retardó la aparición. Y la Revolución seguía en su apogeo. Los antiguos amigos, los vecinos, hasta los parientes nos robaron. Y a la vuelta de unos cuantos años, nos quedamos pobres. Pero Martina Man, no pudiendo olvidar las palabras de su marido, una noche me preguntó qué pensaba acerca de mi porvenir. Quedaba en la casa, un potrero, una milpa, unas yeguas, unas cuantas cabezas de ganado, y un pequeño terreno propio para la cría de ganado. Y esto más: quedaba la bravura, su apetencia de trabajo y su disciplina de sufrimiento. O bien, quedaba el camino de México, de la universidad, de la gloria. Para Juchitán donde dos años anduve vagando, interrumpiendo con agua y piedras el coito de los perros, salí una noche de Ixhuatán. Íbamos los dos a caballo camino de la estación del ferrocarril, mientras las estrellas familiares temblaban en el cielo. Y los grillos y los sapos y los pájaros nocturnos ceñían con un canto unánime la morena cintura de la noche. Con palabras entrecortadas me refirió cosas que yo ignoraba y que era necesario para su tranquilidad que yo supiera; me aconsejó y me dio confianza en el destino. Unos perros salieron a ladrarnos, y hablando de las cosas más sencillas atravesamos el pueblo de Reforma, respondiendo el saludo de nuestras amistades y conocidos. En la estación vendí mi caballo. La venta ya estaba convenida con anterioridad para la noche de mi viaje. Cien pesos me dieron por él. Al entregárselo a su nuevo dueño, me quedé con el freno en la mano, un freno hecho especialmente para contener su rijo. Y por diez pesos más le dejé el freno. Acariciándole la crin, las ancas, la cola, apoyé mi frente sobre su cuello y lloré. Y su relincho, como un pañuelo, ondeó un rato en el aire. Cortaba de ese modo el cordón umbilical que me unía al rancho, quemaba la nave, derribaba el puente. 

Llegó el tren y salí para Juchitán. Allí en la estación se quedaba mi madre para volver sola, a caballo, al pueblo. Al finalizar aquel año de 22, salí para la capital de México. Vino con ese motivo a Juchitán, y todos, mis hermanos que ya vivían en la ciudad, mis primos, mis tíos y alguno que otro amigo, estuvieron al despedirme. Mientras llegaba el tren, aconsejaba y acariciaba mis cabellos rebeldes, que por primera vez peinaba, y se empeñaba en domesticarlos con un pequeño peine. Silbó el tren. Me monté a él y estoy seguro que lloró aquella noche todas las lágrimas que ante mí contuvo. Estoy seguro porque yo me siento anclado, igual que una pequeña embarcación, a un río de llanto. Han pasado quince años. Lejos de sus hijos, vive en Ixhuatán, y de cuando en cuando pasa temporadas en Juchitán y en México. Y hasta hoy, cuando la mañana apenas se anuncia, se levanta, toma su escoba y barre la casa, riega su jardín, adereza su desayuno, y siempre con la cabeza erguida pasa por las calles del pueblo. Cuando le preguntan por mí responde, como poniendo en duda el tamaño del mundo, que estoy en un lugar que nombran Berkeley, Chicago, Nueva Orléans. Y agrega: ¡Al saber si es verdad que existen esos lugares!

Nueva Orléans, viernes, 17 de agosto de 1937.


EL DATO.- 
Andrés Henestrosa fue un escritor que dio impulso decisivo a la lengua zapoteca, idioma excluido de la vida intelectual mexicana. Autor de Los hombres que dispersó la danza y de los versos de La Martiniana (sobre el son tradicional La Micaela) vivió hasta los 102 años.

El retrato de mi madre se escribió en agosto de 1937. Es el fragmento de una carta dirigida a Ruth Dworkin, que terminó convirtiendo en una obra epistolar clásica. 

Compartimos el texto para deleite de nuestros lectores, tal como fue publicado en la Revista Guidxizá, número 12, correspondiente al período Julio-Septiembre de 2008. Fue tomado, a su vez, de El remoto y cercano ayer, Colección Tlatolli, n° 1, Editorial Miguel Ángel Porrúa, 1980.


[Texto publicado en Guidxizá, una mirada a nuestros pueblos, suplemento cultural del Comité Melendre, Año I, N° 22, Lun 24/Dic/2012. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.]