Tiro de gracias

Lucía Bayardo


Soid Pastrana
El día que José se inició como matón el jefe de la banda le regaló un rollo de cinta adhesiva. “Para que no se te haga callo”, le dijo, “porque esto de jalar el gatillo no tiene fin”. A José le agradó la idea de tener una ampolla para recordar la sensación de poderío. Estiró la cinta y le dio dos vueltas sobre su dedo meñique de la mano izquierda: llevaría la cuenta de sus muertos encintando falanges. Todos aplaudieron su originalidad.

Ahora que apuntaba el arma con decisión se podían distinguir nueve marcas de cinta a manera de anillos. 

–No tienes facha de matón, Josecito –dijo el hombre, con los brazos elevados en escuadra.

Era el Igualado, un viejo conocido de José que recién llegaba del extranjero. Le decían así porque era de baja estatura y gustaba de fastidiar a los niños. José reía con sus compañeros de pandilla, que habían formado un círculo en torno del Igualado.

–Ya, baja la pistola y lárgate de aquí, Josecito –continuó diciendo el Igualado.

José no escuchó, lo acechaba un recuerdo: el día de su séptimo cumpleaños alguien se le acercó por la espalda, lo prendió del cabello, y zarandeándole la cabeza violentamente le hizo perder el equilibrio hasta hacerlo caer de rodillas. El Igualado, entonces, caminó en su derredor hasta quedar frente a él y empezó a hacer movimientos sugestivos de macho en celo, con la pelvis frente a su rostro. “¡Te vas a quedar con las ganas, Josecito!”, le dijo en tono amanerado. Después, con el tacón de la bota, le estampó la cara contra un charco lodoso. José se incorporó buscando el auxilio de su hermano. Aquél, junto al Igualado, no dejaba de mofarse y amenazaba con golpearlo si no se aguantaba las ganas a llorar. 

Sin duda el personaje que se encontraba del otro lado del cañón lo había orillado a convertirse en asesino, y José sonrió al confirmar la frase aprendida en la adolescencia: todo es circular. Con ambas manos apuntó hacia la cabeza de la víctima. Como otras veces, movió la pistola en círculos, el mismo trayecto que seguiría la cinta alrededor de su décimo dedo. No disparó. En cambio, se puso de rodillas lentamente y, una vez que la pistola estuvo a la altura deseada, entonó con voz afeminada: “Te vas a quedar con las balas, Igualadito”.

Hubo algarabía entre los compañeros de la pandilla que rodeaban la escena. De los cinco José era el más joven, el menos severo, y a pesar de que llevaba crédito en sus cuentas, lo que estaba por hacer desbordaba su forma acostumbrada de consumar un asesinato.

Hicieron apuestas.

Se escuchó una detonación. Con ella vinieron los alaridos del Igualado y una mezcla de exclamaciones.

–¿Y ora tú, por qué tanto odio a éste? –preguntó uno de los compañeros.

–Nomás son las ganas de jugar –contestó.

Ninguno del grupo advirtió la expresión en sus ojos; todos estaban absortos mirando al Igualado en posición fetal tratando de contener la sangre que manaba de sus genitales.

–Bueno, ya dale el tiro de gracia –ordenó el  jefe.

José se perfiló con toda calma ante el Igualado. Quería verle el gesto para grabarlo sobre el otro recuerdo, el de su infancia. Estaba seguro de que el suplicio presenciado le devolvería la dosis de poder que le había sido arrebatada entonces.

Pero la mirada del Igualado no era suplicante sino mordaz. Una oleada de recuerdos volvió a asaltar a José. “¡Ya dale, hombre!”, dijo una voz. No hizo caso, estaba inmerso en el mar de su infancia, se estaba ahogando.

No era él sino el niño quien cargaba el revólver; le parecía tan pesado como la primera vez que lo empuñó, a los ocho años, cuando el Igualado lo había obligado a matar a su cachorro. Tenía la misma mirada ahora. “Eso o lo otro”, le había amenazado aquél, bajándose el cierre del pantalón. Las voces y las imágenes eran un solo impulso vívido y violento. El pasado se hacía presente y, por segunda vez, lo invadió el pánico.

Titubeó al tiempo que escuchaba los gritos obligándolo a disparar, mas el diálogo interior había comenzado y llevaba ventaja. José buscó la fuente de las voces, las de afuera y las de adentro. “¿Qué pasa?”, reclamó una. “¿Tienes miedo?”, preguntó otra.

–¿Qué esperas? –reclamó el jefe. 

José lo escuchó desde un segundo plano. Recordó las nueve veces que había jalado el gatillo. ¿Cuántas más?, ¿cuántas sin pensarlas, sin un motivo justificado, sin el remordimiento de las consecuencias? Quizás el Igualado fue su mayor pretexto para convertirse en matón, pero si lo mataba ¿qué móvil podría conducirlo a sus próximas víctimas si el odio lo descargaba con el tiro de gracia? ¿Estaba dispuesto a dejar el poder ganado en todos esos años?

Las preguntas encontraron un nuevo rumbo: ¿dónde había quedado su niñez?, ¿de qué le servía matar si no la podía recuperar? Su infancia fue borrada antes de convertirse en una imagen perdurable, de volverse una barca para mantenerse a flote en tiempos de dificultad. Le hubiera sido útil ahora que se hundía en el recuerdo.

Una corriente helada transitó como un río subterráneo su piel buscando la salida. No era el niño sino José quien temía. No el hecho de que lo encarcelaran ni a la posibilidad de fallar. Le atemorizaba que aquello de matar no tuviera fin, que no se cerrara el ciclo de la venganza. Le aterraba la idea de llegar a la decena, a la costumbre de empezar la nueva ronda de la cinta adhesiva sobre el fardo de los dedos, a seguir con el oficio que le había marcado las manos, la mirada, la postura tensa en el agravio.

–¡No lo mato! –se oyó decir, al tiempo que bajaba la pistola.

El tono contundente provocó un perturbador silencio. Instantes después se escuchó una carcajada como salida de un pozo. No era la víctima; tampoco el jefe ni los de la pandilla. José levantó instintivamente el arma. 

–¡No lo mato! –repitió, girando sobre su propio eje. 

Se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa. Sus brazos estaban extendidos como dos ramas de encino y el índice se le amoldó con la forma del gatillo. Los que circundaban la escena dieron un paso atrás.

Después escuchó gritos. ¿Salieron de él? No lo supo, sintió que la pistola cobraba vida propia y embestía contra él mismo. 

No te espantes, niño –dijo una voz impregnada de aguardiente. José la reconoció. Era imposible olvidar el tono cínico de su hermano.

¿Hasta cuando vas a enfrentar la verdad? –preguntó, arrastrando cada palabra.

José estaba confundido. La voz se le había presentado en múltiples ocasiones, pero siempre en soledad.

Te han fallado las cuentas otra vez, niño –continuó diciendo la voz-. Ya llegaste a la decena. ¿Por qué no comenzar con la siguiente? 

–¡Cállate! –exclamó José, aunque se tragó la última sílaba.

También se engulló el torrente de reclamaciones que buscaba irrumpir en estampida. ¿Qué podía hacer ante la figura fraterna? Seguía admirándolo pero, ¿por qué lo había expuesto al Igualado? José siguió hundiéndose en lo acontecido hasta llegar a la zona más remota de su cabeza: el Igualado dejó la pistola sobre la cama mientras se subía el cierre del pantalón. Por reflejo José la empuñó y, de espaldas, se retrajo hasta topar con la pared. ¿Qué edad tendría entonces?, ¿once?, ¿doce? “Ni al cachorro le atinaste, niño”, le había dicho el Igualado, burlándose. José lo odió. El  sentimiento se acrecentaba conforme añadía detalles a la escena. Su hermano y el Igualado empezaron a saltar sobre la cama. “Peso si le das a cualquiera de los dos”, se mofó su hermano haciendo muecas en el aire. ¿Podía haber un momento más humillante, más quebradizo? Todo a su alrededor daba vueltas. ¿O era él quien se movía? A lo lejos escuchaba las voces de sus compañeros de pandilla y los alaridos del Igualado.

¿Por qué te empeñas en borrarme de la lista, niño?

–Aquello fue un accidente –chilló José, derrotado. 

Así le llaman cuando el asesino es menor de edad, niño, pero tú bien sabes que no fue un accidente.

José recordó el último acto de la obra desmemoriada: podía ver sus brazos prolongados rematando en el cañón metálico. Éste ascendía y descendía siguiendo el cuerpo enorme de su hermano. Quería verlo suspendido en el aire, quieto; necesitaba que aquello terminara. Entonces su hermano y el Igualado se dijeron algo en secreto, soltaron una carcajada y, al ritmo de los saltos, empezaron a contar. Antes de llegar al tres se abalanzaron sobre José. De súbito se hizo el silencio, después sobrevino el estallido.

Cuando levantó la mirada, José vio un cuerpo inerte. Era el del Igualado. Aturdido por el disparo y las voces de sus compañeros, su mente trataba de librarse del pasado, de otro tiempo, del monólogo que había iniciado en la infancia y no tenía fin.

–Qué buen teatro hiciste, José –dijo uno de los amigos–. Por un momento rumié que te ibas a echar pa’ trás.

–Yo creí que te habías vuelto loco –dijo otro–. Empezaste a decir sandeces y girabas como perinola. Hasta pensé que me iba a tocar el “toma uno” –dijo, y echó una risotada. 

–Apréndanle, muchachos. ¡Eso es matar con estilo! –concluyó el jefe. 

Todos lo felicitaron y abundaron en los detalles de lo sucedido. 

José tenía la cabeza baja mientras sacaba la cinta y se vendaba nuevamente el dedo.


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Texto publicado en Istmo Autónomo (hoy Revista Guidxizá - Nación Zapoteca), Año I, Núm. 5, Marzo-Abril de 2005. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.

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