El funeral del armadillo

Gregorio Guerrero 
Ángeles López Alonso

Fue un día de primavera en la montaña de Guiengola, parte de la sierra atravesada entre la planicie del Istmo de Tehuantepec. Se escuchaba a lo lejos el canto de los cenzontles, tortolitas y pájaros carpinteros. Un caudaloso río recorría las faldas de aquella imponente montaña y una variedad de animales componían la fauna silvestre, exuberante y extraordinaria de aquel mágico lugar.

Pero en aquel paraíso había sucedido algo que estaba a punto de romper con la tranquilidad y la armonía. Hacía varias noches que un viento frío rondaba aquel lugar y  gruesos nubarrones cubrían el cielo. Durante dos noches la lechuza, ave de malagüero entre los zapotecas, había entonado su canto fúnebre sobre la entrada de su madriguera, y lo inevitable sucedió: el anciano mayor entre los animales, el armadillo, conocido en lengua zapoteca como Ngupi, cansado por el peso del tiempo, había expirado su último aliento esa madrugada.

Con el presentimiento de que su muerte estaba cerca, Ngupi había recorrido por la noche la inmensidad de la montaña, “había recogido sus pasos” y así se despidió físicamente para siempre de aquello que hasta ahora había sido su hogar.

Fue Lexu, el conejo, quien descubrió lo que había sucedido. Justo antes del alba vio bajar a Ngupi de una ladera de la montaña. Se acercó para hablarle pero una nube de polvo, brillante como una luciérnaga, lo envolvía amortajando su duro caparazón.

Lexu se sintió triste. Recordó a su amigo Ngupi, había crecido con él, juntos habían encontrado en aquella región todo cuanto para su vida ocupasen y también resistieron con valentía los cambios que la naturaleza con sus constantes renovaciones provocó en aquel lugar. Entonces una lágrima humedeció el único ojo que le quedaba, pues el otro, una piedra sin rumbo la había sacado desde que era pequeño.

Fue hasta cuando el sol despertaba que Lexu salió a darles aviso a los amigos del difunto. De pronto, todos empezaron a reunirse con una profunda tristeza reflejada en el rostro; el deceso del amigo les recordaba el inexorable fin de la vida.

Cuando el sol partía en dos el cenit los ancianos mayores estaban ya reunidos: la ardilla, el coyote, el tlacuache, la tortuga, la iguana, el zanate el zopilote, el zorrillo, entre otros. Ellos pertenecían, junto con el difunto, al Consejo de Ancianos, que se reunía para comentar sobre las reglas que debían seguir para mantener la armonía y la paz, procurando siempre solucionar los problemas de manera justa, buscando la verdad de las cosas, características propias de quien tiene la experiencia en el contar de sus años y el respaldo de sus actos.

Así que, muy a su pesar, se prepararon para realizar el funeral de su gran amigo. Entonces sacaron el cuerpo de su madriguera y se dividieron las actividades: A Chisa, la ardilla, le correspondió vestir al difunto. En un tiempo habían vivido juntos, pero la cotidianeidad terminó por separarlos. Aun así se tenían gran aprecio, o tal vez amor, así que no tuvo reparo alguno en untarle aceite de nueces, que hizo brillar el caparazón más de lo debido; mientras que el zanate y el zopilote le amarraron con hoja de plátano las patas y manos, formando un moño, para que después, a la hora del entierro, ya hubieran quedado unidas en el pecho del amortajado. Cuando ese requisito acabó, fue su entrañable amigo Lexu quien lo metió a su caja, misma que un pájaro carpintero había fabricado para él.

El atardecer estaba en su esplendor cuando la procesión inició. Todos cabizbajos y pesarosos como si jamás fueran a recorrer el triste camino de la muerte. Era el zopilote quien guiaba el cortejo fúnebre. Al fondo un trío de alcaravanes entonaron La Sandunga.

Chisa sollozó y recordó el tiempo vivido con el difunto y el amor que todavía sentía por él; todo lo que había aprendido a su lado. Cuánto extrañaba su forma sabia de solucionar las cosas. Ahora mismo estaba ahí, adormecida, con el olor del sumerio o guxhu bidó, especie de incienso que limpia y purifica el aire para despedir al difunto, guiándolo  al más allá.

Jesús Urbieta Palizada, Chu Huiini

Cada uno de los consejeros se acercó a la caja para despedir a su amigo, diciendo unas palabras para bendecirlo y, además, llevar los mensajes para otros que se habían adelantado, pidiendo el consuelo de quienes se quedaban y sufrirían la pena de la ausencia.

El sol se había pintado de rojo quemado, el cielo tenía una vista despejada y una fuerte llovizna se dejó sentir. De pronto una quietud se apoderó de todo, la lluvia cesó y un aire lúgubre envolvió el lugar. Había llegado la hora de sepultarlo.

Nuevamente los alcaravanes entonaron una canción: La última palabra, que resonó por todo lo alto de Guiengola. Poco a poco el ataúd fue descendiendo en la fosa que la iguana, la tortuga y la culebra cavaron con gran tristeza para su amigo. Fueron el coyote y el gato quienes cubrieron el ataúd con tierra fresca.

Regresaron nuevamente a su vida habitual. Ahora sabían de antemano que vendría lo más difícil: la obligación de olvidarlo. Tal vez la muerte les había quitado al amigo, a su  hermano, pero estarían seguros de que en el último umbral de la vida, ahí donde la indolencia es sublime, estaría Ngupi esperándoles con una sonrisa y sus brazos abiertos para vivir plenamente la vida eterna.

Un enorme arcoíris se dejó ver en el cielo limpio, la firme señal de la abundancia que, desde lo alto, Ngupi envió agradecido por el digno funeral que había recibido.



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Texto publicado en la Revista Guidxizá (Nación Zapoteca), publicación cultural del Comité Melendre, Año XX, Número 18, Mayo de 2024. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.