María. Pongo por nombre María, aunque todos sepamos que no se llamaba María. Pero de ella es la expresión arriba escrita, y no la dijo allá por los rumbos de la playa del río, ni en el oscurecido atrio de la iglesia, ni en ninguna de las calles apartadas del barrio. Esta María, mujer muy bandida, llegó caminando, sola, al callejón de Pepe Dichi. Quién sabe qué andaría haciendo la mujer por ese sitio. Allá arriba, en la carretera, ya habían pasado los camiones que traen a los obreros de la última guardia en la refinería. En el callejón no permanecía ya ninguno de los borrachos que esperan el regreso de los trabajadores para pedir algunos centavos para comprar la última cerveza de la parranda. Las luces estaban apagadas. La gente ya dormía a esa hora en el patio de su casa. Pero por ahí andaba María, con la frase entre los labios: “esto está más oscuro que la noche en que se perdió el cuche”. La dijo bajito, junto a mis cabellos, bien lo sé. Ya no caminamos más. Todavía lo recuerdo, aunque ha pasado ya tanto tiempo.
Carmen. Se puede llamar Carmen, como la virgen que celebran los pescadores en el puerto cada dieciséis de julio. Aunque por estas fechas ya nadie recuerda su verdadero nombre. Una mujer joven, blanca, esbelta, alta de caderas amplias. Una virgen. Carmen salía de su casa cada tarde, al bajar el sol, con sus pantalones cortos y zapatos tenis en color rojo, una blusa amplia que cubría sus formas, y arrancaba a correr por las calles del puerto pesquero. No era una mujer con demasiadas pretensiones en este mundo, sólo quería gozar de buena forma y de buena salud. Corría por las calles del puerto. La vida dura de sus padres, dedicados a la sobrevivencia, le había enseñado que en esta vida para no sufrir es necesario contar con una condición física del boxeador que en su próxima pelea busca el campeonato mundial de su división. Más para una mujer en el puerto, la vida es dura y tiene que aguantar. Esta hermosa Carmen, virgen, sin compromisos en el mundo más allá del que guardan los hijos bien nacidos para con sus ancianos padres, salía por las tardes a correr, a hacer deporte. De su casa en el barrio Canta Ranas llegaba trotando al rompeolas donde se plantan las balizas que indican en las noches y madrugadas de tormenta el rumbo a los barcos para entrar al antepuerto, verde a babor, rojo a estribor. Carmen gustaba de hacer abdominales al pie de la estructura de concreto que sostiene en vilo a las coloreadas balizas, cosas de mujer joven, sana. La gente del puerto pesquero estaba acostumbrada a verla correr cada tarde por sus calles. Una tarde no regresó con sus ancianos padres. Un brazo del mar, dicen los que atestiguaron el hecho, se la llevó a las profundidades del océano. Buscaron su cuerpo con lanchas, los pescadores tenían especial interés en que apareciera. Buscaron los marinos con guardacostas, helicópteros y aviones de la Armada Nacional. Pero nadie encontró nada. Ni sus pantalones cortos, que algún joven pescador soñó con ser el afortunado en localizar. Ni sus zapatos tenis rojos, que algún viejo marino, curtido por la vida y los mares, anheló rescatar. Se la llevó enterita el mar, un brazo fuerte y largo del mar que no soportó más verla cada tarde con sus pantalones cortos empapados de sudor, caderas amplias, zapatos tenis rojos que enfundaban sus blancos pies, muy junto a sus aguas.
Café con leche y pan. Un niño de once años está sentado en una piedra a orillas de la carretera. No espera a nadie. Ni a su madre vestida toda de negro que regrese del mercado con las cosas necesarias para preparar la cena. Ni a sus hermanos mayores que regresarán pronto de la escuela. Ni espera a sus amigos, ya es tarde para invitarlos a jugar pelota. No espera a nadie. El sol cae rápidamente a su espalda mientras enfrente, en la carretera aun encendida por el calor del día, los camiones hacen rugir sus motores y marchan hacia alguna parte. El pequeño de once años, sentado sobre la piedra, junto a la carretera que comunica a los dos océanos, espera paciente que caiga la noche, el justo momento en que los conductores de los vehículos se ven obligados por la naciente oscuridad a encender las luces de sus unidades. Eso espera el niño de once años sentado en la piedra junto a la carretera. Que oscurezca y que se enciendan las luces de los carros. Luego, por un instante más, verlos correr con sus luces encendidas: rojas, verdes, azules, encendidas; blancas, brillantes, encendidas. Pasado este corto momento se incorpora de la piedra mientras el correr veloz de los carros le agita los cabellos ensortijados. Camina hacia su casa donde su madre, una mujer vestida toda de negro, y sus hermanos de cabellos largos, lo esperan para cenar café con leche y pan.
Tatuajes. Sobre el hombro izquierdo, donde se carga al amor, el hombre luce un enorme tatuaje en forma de corazón partido en dos por una afilada jara. En el primer segmento atravesado por aquel rudimentario mensajero de la muerte está escrita la letra X, en el segundo la R. El hombre porta con agrado su tatuaje de amor eterno. Sus señas generales, su documentación de viaje, sus documentos de marino, se complementan con la clara imagen de un tiburón perfectamente dibujado en el muslo derecho. El escualo, feroz, navega con la dentadura de tres hileras dispuestas al ataque con buen tiempo, libre, hacia los mares de la ingle. Con estas señas particulares que le grabó en el cuerpo algún amor, el hombre bien sabe que regresará a su casa, que alguien lo traerá de vuelta, porque será identificado con suma claridad aunque lo agarre la borrasca, el mal tiempo, en el mar o la cantina o la muerte.
Remedios. Con su primera semana de mal salario se compró un frasco de oloroso perfume, una pañoleta roja para amarrar sus cabellos, una blusa blanca. En su día de descanso se fue al puerto a recibir la brisa fresca del mar, y a reír con sus amigos marineros. Se ganaba la vida fregando trastos, pisos, lavando ropa ajena. Doce horas de jornada, mal salario, alimento y unas cuantas monedas para el camión. Remedios tenía una hija que cuidaba su madre, en su pueblo. El salario le alcanzaba para pagar el cuarto en el puerto. La comida la hacía en la casa donde prestaba sus servicios. Era buena mujer, trabajadora. Era mala mujer, mala cabeza. No guardaba sus centavos. Los domingos se iba al muelle a recibir la brisa fresca del mar, a disfrutar de su amistad con los marineros y a que nadie la juzgara por la pañoleta roja en sus cabellos, su blusa blanca donde traslucían sus pezones y el cuerpo oloroso a perfume.
Panteón del puerto. Lorenzo Campos, mayo 2 de 1905, recuerdo de su esposa e hijos. Muertos eternos. Muertos entre cruces de flores. Muertos sin una veladora que los alumbre en las tinieblas que pueblan. Muertos hará tanto tiempo. Muertos flores. Muertos fruto puesto a madurar al sol por manos amigas, vecinas, familiares. Muertos árbol de ciruelo sin hojas. Muertos ciruela verde para comer con sal picante y limón en una mañana de domingo. Muerto flor de tulipán color rojo encendido, como el carmín de tus labios. Muertos con lápidas verdes. Muertos con lápidas negras. Muertos con lápidas blancas. Muertos que llevan en su sepulcro el color de la esperanza en la resurrección eterna.
Salitre. El sarro carcome el acero con que son forjadas las cruces que acompañan las sepulturas. Es necesario darle un tratamiento especial a este acero para que resista tiempo, sol y viento. Protegerlo del salitre como se hace con los cascos de los navíos. Carenarlos. Con esta salinidad sólo la arena logra sobrevivir a la arena.
Un niño. La tumba del niño semeja la torre de un viejo castillo caído en manos del enemigo. El material con que construyeron la tumba del niño está hecho de una piedra resistente que soporta sol, lluvia, sal, viento.
Niño Álvaro Mendoza, nació el 16 de enero de 1925, falleció el 9 de mayo de 1926. La tumba del niño es un viejo castillo tomado por manos enemigas.
Una niña. Una flor blanca adorna la sepultura de la niña. La estructura del sepulcro se encuentra carcomida por el tiempo, pero permanece vigente. Una capa de moho adorna el sepulcro. Cuatro niveles de piedra se levantan de la tierra salada. Cuatro pequeños niveles ascienden hasta la lápida. Niña Rosa Aurora Mendoza, nació el 12 de mayo de 1930, falleció el 5 de diciembre de 1931. Recuerdo de sus padres.
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Texto publicado en la Revista Guidxizá (Nación Zapoteca), publicación cultural del Comité Melendre, Año XX, Número 18, Mayo de 2024. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.