Hay un dicho popular que dice “si quieres conocer a un pueblo, escúchale cantar”. Y es que la música, conjugada con la poesía, por rústica que ésta sea (como es el caso de las canciones) es manifestación de sentimiento, vida y arte; y eso precisamente son nuestros sones istmeños, que por ser creación que provienen del mas profundo sentimiento de identidad de nuestra comunidad zapoteca, se vuelven, como escribiera el poeta Nazario Chacón, canción de la sangre, y por lo tanto, no mueren; se quedan a vivir para siempre y se vuelven, en sí, parte de la historia de nuestro pueblo. Por ello cuando los escuchamos, éstos nos trasladan a nuestro interior, nos brota el orgullo de ser, exaltan nuestras alegrías o humedecen nuestros ojos.
Estando en una fiesta conversaba con un amigo, cuando la banda de música que la amenizaba empezó a tocar El Fandango, y a propósito de ello mi amigo me contó que en una ocasión en Juchitán, platicando con un viejo músico de banda, le preguntó a éste cuál era ‘el rey’ de nuestros sones. El músico le contestó: “El Fandango, por lo hermoso de sus zapateados, por las siete vueltas que hay que darle a la ejecución y la dificultad que esto implica”, y concluía el viejo músico: “seguro que el que lo compuso algo sabía de música”. Y yo le comenté a mi amigo: “pues creo que sí, pues hasta la fecha está considerado como uno de los mejores músicos españoles”.
Dicho personaje, llamado Giuseppe Domenico Scarlatti, era de origen italiano. Nació en 1685 en la ciudad de Nápoles, perteneciente en esa época a la Corona de España. Desde niño comenzó sus estudios, siendo sus profesores los más connotados músicos y compositores de la época. De joven vivió afincado en España en donde formó familia y murió en 1757. Fue allí donde alcanzó su madurez como compositor, creando en ese entonces la mayoría de sus sonatas para clavicémbalo, lo que le ha valido el reconocimiento mundial de ser el mejor autor de música barroca. Su estancia en Sevilla lo llevó a ponerse en contacto con la música popular andaluza, y con la influencia y asimilación de ésta, compuso su obra Fandango, antecedente directo de nuestro Fandango istmeño, sobre todo en las líneas melódicas que corresponden a lo que nosotros llamamos zapateado, las cuales son muy parecidas.
Tiempos lejanos son aquellos en que se gestaron los primeros sones istmeños, que ahora llamamos tradicionales. Todos sabemos de su origen español, música que nos llegó con sus aires, la melancolía del cante jondo y la algarabía del flamenco. Melodías que traían el perfume de las rosas de Castilla y los claveles de Andalucía; pero en nuestra tierra zapoteca, al recomponerlas, le impregnamos los aromas del guie’xhuuba, xtagabeñe y mudubina, dándole en el ritmo, compás y métrica, la medida exacta de sus sentimientos.
Por lo tanto, podemos concluir que, si bien es cierto que esta expresión musical no es la que se tocaba y danzaba antes de la conquista, también es verdad que el genio creativo de los zapotecas la transformó hasta hacerla suya, de tal manera que en algunos de aquellos primeros sones sólo quedaron matices de lo que fue su origen español. Por lo consiguiente, los sones que se componen en la actualidad, sobre todo los que se cantan en zapoteco, como un día se lo escuché decir a don Gabriel López Chiñas “tienen el color y el sabor de la sangre dulce de los binnigula’sa”
¿Qué es nuestra música?, se preguntó Andrés Henestrosa: “no es mas que llanto español vertido en pupilas indígenas”.
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Texto publicado en Guidxizá, una mirada a nuestros pueblos, suplemento cultural del Comité Melendre, Año I, N° 9, Dom 23/Sep/2012. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.