Prédica inútil a un niño que no quiso ir por las tortillas

Gerardo Valdivieso Parada

Cuando tuve tu edad, por flojera o por olvido, no me ponía los huaraches y me dolían las piedras puntiagudas en los pies al recorrer los callejones que llevaban a la casa de Na Sóstena, que sentada frente a un cazo lleno de carne de res cocida, con su rostro de severa sacerdotisa de los alimentos del alba, me llenaba la cubeta de trozos de carne ahogados en caldo que acomodaba con sangre ennegrecida en trozos; alimento casi divino que todavía prodiga por unos pesos. Si algún día te encargan la tarea que ya me es negada, aunque ya no encontrarás callejón con ríos de arena ni piedras, sino liso y gris cemento, en compensación de la faz adusta de la cocinera de antaño encontrarás una dulce sonrisa de anciana que esculpió el tiempo y los nietos.

Gerardoo Valdivieso Parada
Del atole no te quejarás. En triciclo, a puerta de la casa, llegan los gritos de la vendedora; sólo unos pasos para bajar la escalera y estirar el brazo para que se vierta en tu cubeta el vaporoso líquido que probaron tus ancestros. Cuando aún los pequeños caminos no estaban clausurados, no necesité leer las aventuras de Ulises para experimentar la salida y regreso a Ítaca. Emprendía el viaje más largo utilizando las veredas de la imaginación; mis pies se ennegrecían al subir la cuesta del camino de la casa del herrero, para ser compensado luego con el recibimiento oloroso en la casa de Bernarda. Lejos estaba de ser lo que imaginó Lorca, pero era lo que escribió Neruda al comparar a Matilde Urrutia con una panadería. Detrás del horno esperaba el perro por el que aprendí a no correr y a levantar el dedo, para estar más arriba de su hocico y de su cola. Del peligro del cancerbero se pasaba al paraíso, si no de un gigante, sí de un vecino egoísta que nunca derribó las altas bardas en donde asomaban flores y frutos que, desparramados de la cerca de cemento, llegaba uno a recoger cuando el viento generoso los arrancaba.

Ahora es breve la tarea de ir por las tortillas cuando el repartidor motorizado no llega a hora temprana, y se te ordena ir por medio kilo a la tienda de enfrente. Yo llegué a comprar un kilo hasta el centro, me tocó hacer cola, aspirar el gas, oír los estridentes chirridos de la máquina, recibir en la mano la ardiente tortilla para envolverla en la servilleta con el cuidado que se envuelve a un recién nacido. Mucho antes de eso acudí a las cocinas ennegrecidas de las vecinas con nombres tan entrañables como el pequeño templo en que se movían: Paula, Nufa, Lupe. Incluso mis dos abuelas llegaron a asomarse al horno para sacar las tortillas que tornaron con sus manos, oficio que dejaron, una para evitar la enfermedad, y la otra porque el cáncer y el enfisema pulmonar la retiraron. De su pasado tortillero sólo les quedó el gusto exquisito de disfrutar una tortilla recién salida del horno, blandísima, untada de queso fresco.

Con las tortilleras también había que hacer cola o más bien antesala, mientras se sentaba a esperar escuchaba uno los chismes del día, se solazaba uno en los rayos de luz filtrados en los hoyos de la cocina ennegrecida de humo, en el sonido de la tortilla al frotar el canasto a donde era aventado. Si uno llegaba temprano advertía la venida del esposo del campo; amarrar a los animales, servirles las hojas y luego retirarse al patio bajo el enorme árbol de tamarindo para tomar el pozol después del mediodía en una enorme jícara con hielitos; en la mesa estaba el camarón o la carne seca.

Amé a esas señoras hasta que a tu tío le tocó el turno de ir a los mandados. Nunca me las encontré en el camino, pues siempre estuvieron metidas en su cocina; tal vez con excepción de las procesiones en donde mudaban las trenzas anudadas a la frente, el huipil gastado, la enagua volteada al revés. Sin la sucia tela que hacía de mandil las vislumbraba con sus trenzas caídas a la espalda, entrelazadas con listones nuevos, el huipil y la enagua recién sacadas del baúl; a veces vestidas de riguroso luto. Su holán nunca fue tan blanco y tan solemne como en esos días en que les brillaban los ojos y sonreían. Ya no están; sus pequeños dominios cayeron para construir las casas de los hijos.

Cuando te niegas a ir por las tortillas, te compadezco y te envidio. Lo primero, porque ya no hay veredas misteriosas, ni flores ni excremento, ni puercos ni charcos en el camino, ni un idioma diferente anudado a tu lengua en que guarecerte. Te envidio porque tienes el maíz que el médico me ha prohibido.


[Texto publicado en Guidxizá, una mirada a nuestros pueblos ―Año II, N° 78, Dom 19/Ene/2014―, suplemento cultural del Comité Melendre en EL SUR, diario independiente del Istmo. Se publicó originalmente en la Revista Guidxizá, número 16, junio de 2012. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.]