El señor de los sacrificios

 
 
Ilustración: Crispín Vayadares
Para el gran señor Víctor Cata
 

La noche de mi nacimiento el Sumo Sacerdote de Yoo Bá’,[1] Ruya Dó’,[2] despertó después de haber sido visitado por el dios de los sueños, quien le anunció que su sucesor había sido alumbrado.
 
Así me lo cuenta mi maestro mayor que en ese entonces era bigaana’[3] en el Yoo Bee[4] del Gran Vidente, y que velaba el sueño del sacerdote cuando este despertó y dijo: gueeda ca ni riguubiá’ guibá’[5]. Se levantó con la agilidad de sus quince años; envolviéndose en su manto se dirigió al templo de los astrónomos. Mientras cavilaba si debía llamar a los guardadores del fuego se dio cuenta que había luna llena y que en las escaleras del templo ya subían los escrutadores del cielo.
 
Mi maestro mayor se refiere a mí siempre como bixhoze’,[6] aunque ese título bien le vendría a él porque desde que mis progenitores me entregaron al templo se ha encargado de mi cuidado, no obstante mi tutor es el sumo sacerdote de Yoo Bá’ pero por sus múltiples y altas ocupaciones rara vez se entrevista conmigo.
 
Desde siempre le he llamado Diidi’ porque antes de ser nombrado mi maestro mayor él era el ayudante principal del sumo sacerdote y su Rutiidi[7] en los grandes sacrificios. En la corte y entre el populacho se le conoce como Xhuana Naxhiñá[8] porque en su oficio de primer sacrificador porta el gran cuchillo de obsidiana con que abre el pecho de los cautivos, cuyo corazón y sangre se ofrece como tributo a nuestros dioses. Sus manos transportan el corazón aún palpitante a su señor, quien como único enlace con las divinidades les ruega con todas las palabras dulces de nuestra lengua se dignen aceptar los sagrados alimentos.

 Sólo cuando se me permitió presenciar una de las ceremonias de tributo a las deidades entendí el significado de su apodo, a medida de que los siete frutos rojos del pecho de los prisioneros eran depositados en el altar, el cuerpo de mi maestro mayor se teñía de sangre y como una laca roja brillaba el alimento sagrado en sus muslos y su cara con un maquillaje de puntos rojos.
 
Dejó de ser la sombra de mi antecesor para ocuparse de mi educación, pero de su tarea principal, la del primer gran sacrificador, no fue destituido; aún cuando se limpiaba después de las ceremonias sangrientas, los pliegues de sus dedos quedaban entintados de sangre.
 
Me supervisaba diariamente; aunque él era mi maestro de la liturgia, en el resto de mi educación tuve otros instructores, como de la escritura, de lo sobrenatural, medicina, el del dominio de las armas y finalmente el de los trajes; y cada vez que pasaban los años, mi antecesor se ocupaba más de enseñarme sobre los misterios de la videncia y el mundo de los dioses.
 
En las tardes me pedía recitar las oraciones sagradas aprendidas de memoria con mi maestro de la escritura, recordándome siempre que no debía recitar deprisa, y corrigiéndome la dicción. Después entendí los motivos de su dedicación a mi correcto hablar, cuando el Ruya dó’ me llamaba a su lado y me pedía recitar algún pasaje de nuestras oraciones.
 
Cuando ya tenía muchos años encima, mi maestro mayor recitaba con más parsimonia y sentimiento los pasajes dedicados al final de nuestros dioses y, por ende, de nuestra cultura. Veía yo con cierta tristeza que procuraba lo más posible no interrumpir su recitación cuando sentía que se le cerraba la garganta. Estos pasajes que se han pronunciado por cientos de años y que nos revelan que debemos lamentarnos por nuestra desaparición, sin entender hasta hoy si las deidades nos abandonarán, o nosotros hemos de darles la espalda alguna vez, pero que nuestra finitud está ligada y la cual hasta nuestros días no ha ocurrido. Pero mi maestro mayor veía más bien su final en estos versos antiguos, pues como dicen las mismas sagradas escrituras, experimentar la muerte es sentir los cuatro horrores sagrados de los elementos: siaba bi, siaba bele, siaba nisa, siaba yu.[9]
 
Los que oficiamos sobre estas cosas sacras envejecemos con más premura que el resto de los mortales, porque hemos de desvelarnos en estar atentos a la interpretación de lo que nos dicen las divinidades a través de sus designios, ya sea en los sueños, los astros, y porque hemos de cargar también con los problemas de nuestros señores como propios y, consecuentemente, con los problemas de toda nuestra nación. Pero incluso dentro de nuestro linaje los que sufren cargas mayores son nuestros ayudantes que duermen a ratos y que deben estar despiertos cuando nosotros dormimos y estar de pie con el sol; mueren a temprana edad a fuerza de tomar drogas para mantenerse siempre lúcidos y activos, pero los que duran menos son los que ofrecen sus cuerpos a los oráculos, tal es el caso del que recibe al Dios Jaguar: Ladxidó Guidxi,[10] al cual tuve el honor de visitar, aposentado en los nuevos dominios de nuestro gran señor, al sur, entre los dos mares, en donde se ha escrito que fenecerá nuestro reino, en donde se reducirán nuestros últimos soberanos. A este oráculo acudimos a consultar por encargo de nuestro monarca para confirmar ciertos asuntos relacionados con el país. Apenas arribamos a la planicie nos llegó el olor a salitre, pero tuvimos todavía que subir a las barcas para alcanzar la isla sagrada en donde se hace presente la deidad sobre la que descansa nuestro mundo. La experiencia sobre el cuerpo viviente del oráculo fue terrorífica, ver cómo un dios toma el cuerpo de un hombre es como presenciar la erupción de un volcán.
 
La primera vez que noté que mi maestro quería entregar su vida fue cuando expiró el Ruya Dó’ y éste, en su lecho de muerte, me comunicó al oído su nombre verdadero, nombre que guardó celosamente y cuidó de no revelar nunca, pues aquél que lo supiera lo tendría en sus manos; así se consumó el traspaso de sus poderes hacia mi persona. Antes de las grandes exequias, mi maestro mayor me pidió permiso para acompañar a su señor, lo cual le negué.
 
Ruya Dó’ era más severo y menos paciente. El sumo sacerdote sólo me acompañaba en los momentos especiales, a él le correspondió entregarme los punzones para el sacrificio y ayudar a sacarme sangre con ellos para ofrendarlo a mis dioses tutelares por ejemplo, pero después de eso y retirado El que todo lo ve, mi maestro mayor me llevaba la infusión de hierbas para enjuagarme la boca y así desinfectar y evitar hinchazones.
 
Como todo joven, a veces cometía errores, los que se tomaban como fracasos de mi maestro mayor sobre quien recaían las culpas. Pero por algo las divinidades me asignaron como su sucesor y aprendí con las técnicas previstas a agudizar mis sentidos y a deducir los reportes de los astrónomos, a participar más de cerca en la situación política del reino y su posición ante nuestros vecinos y el imperio de Aztlán.
 
Cuando finalmente expiró mi maestro mayor, en sus funerales me conmovió la recitación sobre la extinción de los Za.[11] En la noche lloré amargamente a solas, sentí gran tristeza por su ausencia y por primera vez comencé a reflexionar sobre mi muerte y el final de los hijos de Zachilla.[12] Sobre esto último concluí que no es más que una treta de nuestros dioses, y esto lo tengo por seguro porque me ha visitado la deidad de los sueños anunciándome el alumbramiento de mi sucesor. Ya he convocado a los astrónomos.


[1] Mitla
[2] El que todo lo ve
[3] Ayudante
[4] Templo del sumo sacerdote
[5] Que vengan los astrónomos
[6] Padre
[7] El que pasa algo
[8] Señor rojo
[9] Caerá aire, caerá fuego, caerá agua, caerá tierra
[10] Corazón del Reino
[11] De binnizá
[12] La primera hija del lagarto sagrado



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Texto publicado en Guidxizá (Nación Zapoteca), Año III, Núm. 10, Octubre-Diciembre de 2006. Guidxiguie', Guidxizá (Juchitán, Nación Zapoteca). Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.

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