La última carta

Norma Cuéllar
Ilustración: Laura Etel



Francamente, ¿cómo fui a dar allí? Muy en la mañana estaba alzando mi pulgar en una carretera de Wyoming cuando un señor me levantó en su coche y aceptó dejarme lo más cerca posible de Canadá. Pero a medio aventón recibió una llamada en su celular miniatura y el recorrido tomó una nueva dirección. Tenía que ir a Washington de emergencia. 

–Kurt Cobain se pegó un tiro –me dijo, así tal cual.

El señor resultó ser un importante médico forense y yo quedé shockeada al escucharle la noticia. Ansiaba largarme al país de la hoja de maple y quizá perder-me del mundo, pero la ocasión ameritaba desviarme del camino de mis anhelos por quién sabe cuánto tiempo. 

– ¿Quién dijo que se disparó? –pregunté casi en automático y fingiendo total ignorancia respecto a Su Majestad del Grunge, y antes que me respondiera atiné en decirle: “Vamos a Washington”.

Tuve que mentirle al señor forense para que no sospechara de mi admiración por Kurt y descartara cualquier estúpido proceder de mi parte. Como él no podría liar con el hecho de levantar a una mexicana en medio de la nada para dejarla otra vez en medio de la nada, aceptó que lo acompañara.    

Durante el camino platicamos de mil cosas, elogió mi inglés y yo su noble gesto de llevarme. Cuando nos cansábamos de hablar sintonizábamos en la radio las últimas noticias del suicidio y tributos en memoria de la estrella caída. Yo traía mi playera con la leyenda LOSER  bajo el suéter; estaba de moda aceptar ser un perdedor. 

Ese día fue gris. Lugar donde parábamos a cargar gasolina, al baño o comer algo de pasada, lugar donde nos topábamos con más de un par de corazones abatidos. A través de mi ventana vi decenas de estacionamientos con cientos de chavos que escuchaban canciones de Nirvana en los estéreos de sus autos y miraban al suelo, con las manos en los bolsillos del pantalón. Quién sabe, tal vez así fue también cuando le dispararon a John Lennon.

–Kurt dejó huérfana a una niña, demostrando lo sobreestimada que está la paternidad: no quita la depresión –me dijo repentinamente mi nuevo amigo tras el volante y entonces supe que lo suyo era la ironía y que él también era fan de Nirvana.

Faltaba poco para llegar al pequeño Estado de Washington. A medida que avanzábamos la carretera se iba congestionando de coches y camionetas repletas de “grungers” dirigiéndose a casa del suicida, igual que nosotros. Culpaban a Courtney Love, al capitalismo, a la heroína, al pop. Esto apesta, pensé, tal vez se suicidó porque ya no tuvo privacidad, y ahora muerto nosotros íbamos a seguir hostigándolo. 

Yo tenía depresión atípica y lo primero que imaginaba siempre para matarme era un balazo en la boca. Por eso aquel acto de Kurt me hizo pensar en mí, en que estaba jodida, por eso me calaba tanto. ¿Cómo me volví tan infeliz? ¿Me estaban poniendo algo en el agua, en la comida? Como si en México no tuviéramos bastante con la crisis, la devaluación, los zapatistas, ahora se había matado alguien a quien nada faltaba. Todos lo habíamos visto muy serio en el Unplugged de MTV, como decaído. Bueno, aunque la verdad nunca fue muy alegre que digamos. 

¿Por qué mi nuevo amigo, el forense, llevaba ya tres divorcios y se veía tan alegre? Todavía tenía esa pregunta dando vueltas en mi cabeza cuando de reojo observé que sacó de la guantera un poco de coca y la inhaló con un deleite. Yo no era partidaria de las drogas, es más, no había querido usar antidepresivos porque quitan el hambre y el deseo sexual. No quería ser una zombie asexuada, de por sí ya tenía un look lo suficientemente andrógino como para que los que me daban aventón no se quisieran pasar de listos. En eso pensaba cuando aparecieron en la carretera minivans de canales de TV cargadas de reporteros. Había supuesto que mi amigo y yo seríamos los primeros en llegar. Dejen a Kurt en paz, decía para mis adentros. Nos desairó, estaba en todo su derecho. Nosotros somos los freaks por seguir vivos en este circo.

–Nos estamos acercando a la casa, ya quita esa cara de trauma –me regañó el tipo quien ya para entonces había agarrado mucha confianza conmigo. 

–Yo no me meto madres para estar alegre –le respondí también yo con mucha familiaridad.

–Pues deberías –me refutó, y comprendí que cuando le picabas la cresta nunca se quedaba callado.

De repente me enojé con el infeliz, con los demás forenses, con los reporteros, con los demás fans del muerto, conmigo, con todo el puto mundo. Ni siquiera íbamos a dejarlo pudrirse a gusto. Dejémoslo en paz. 

Para acabarla de joder mi “amigo” traía una cámara no oficial para tomar fotos exclu-sivas que iba a vender muy caras, según él. Empecé a arrepentirme de haber aceptado ir.

–Ponte esta ropa, no vas a entrar con esa camiseta apestosa –me sugirió cuando bajamos del coche frente al lugar de los hechos.  

Ya con la vestimenta especial y los guantes puestos, me di asco. No quería ni mirarme, me sentí una escoria, también sentí cólicos, comencé a salivar. Nunca había visto a un muerto y ahora iba a ver muerta a una de mis personas favoritas, con la misma depresión que yo tenía metida hasta los huesos. Me sentía cada vez más cerca de los deprimidos célebres: Billie Holiday, Ernest Hemingway, Janis Joplin…

Estábamos en una zona residencial de Seattle. Las patrullas de la policía cercaban el lugar y había personas empujándose buscando entrar. En una radio portátil que pasó cerca de mí, hablaban de “la bala que atravesó a una generación”. 


Abrazados nos abrimos paso a empujones para entrar a la casa, escudados tras la identificación de mi amigo. Adentro, los policías nos guiaron a la habitación de la tragedia, en el segundo piso. Me asomé poco a poco, vi el cuerpo de Kurt tirado entre una mancha de sangre, tenía la cabeza deshecha.

El maldito médico hablaba en clave con un par de uniformados, y yo veía aquel cadáver que ya nunca olvidaría, y tenía que fingir indiferencia. ¿Qué experiencia tan horrible habría vivido como para preferir volarse los sesos? Así es la depresión. El mundo no le gustó a Kurt. Yo me sentía como el hombre que por más que le ofrece regalos a su amada, ella no lo quiere, lo desaira. Me sentía enojada porque el mundo que le ofrecimos a él no le había gustado. Pero ver la muerte tan real, tan cerca, esa vida desperdiciada, tantas posibilidades colapsadas en un charco rojo, me sacudió. Me puse a temblar. 

En eso nos recomendaron pisar con cuidado. Se encontraron instrumentos para uso de heroína. 

–Hey tú, no te quedes ahí parada, ve al baño y busca evidencias o algo –me ordenó con voz ronca mi amigo el forense. 

Entré al baño, cerré la puerta y entonces pude vomitar tratando de no hacer ruido. Afuera los fans lloraban oyendo la canción de Where did you Sleep Last Night. Seguí hincada frente a la taza del baño, no sé por cuánto tiempo, llorando. Muy en el fondo me agradecí por seguir viva.

¿Cómo fui a dar allí? Sentada en el suelo, débil, alcancé a ver algo en la suela de mi zapato derecho. Era una nota manuscrita: “No tengo más para dar. No confío en nadie, ni en mi propia esposa. Este mundo no vale la pena. Estoy muy cansado. Kurt ”. 

No tenía mucho tiempo para pensar; un policía tocaba a la puerta preguntándome si estaba bien. Saqué un papelito y una pluma y escribí algo diferente, con letra parecida a la de él: “Tenía mucho para dar. Sólo confío en mi hija y en mi esposa. Este mundo sí vale la pena. Sólo estoy dañado. Kurt”. Volví a la escena del suicidio, y “encontré” la nota en un jarrón. 

No puedo dejar que reciban tu mensaje, perdóname le dije con la mirada al fallecido músico cuando caminé a su lado. 

Abracé un rato a mi amigo forense antes de dejar la habitación y con ese gesto cariñoso le quité su cámara y dinero. Los policías revisaban la nota. Bajé las escaleras corriendo, sacándome los guantes y la ropa celeste, exhibiendo mi playera y condición de LOSER. En la puerta principal me tropecé con Courtney Love, quien bajo un ataque de histeria forcejeaba con los escoltas para poder entrar. Por el asombro de verla me tropecé y le pisé un pie, me llamó estúpida; también se me cayó la verdadera nota de su difunto esposo. El alboroto alrededor de Courtney no me dejó recoger aquel triste escrito, pero no importó porque alcancé a ver que con puras pisadas lo hicieron cachitos.          



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Texto publicado en Guidxizá (Nación Zapoteca), Año III, Núm. 11, Enero-Marzo de 2007. Guidxiguie', Guidxizá (Juchitán, Nación Zapoteca). Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.

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