Para mi abuela,
por los días en que nos encontramos.
“Si caminas por ahí y te encuentras algún individuo con costurones en la palma, toma precaución y no te acerques a menos que sea de suma confianza”. Así recomendaba mi abuela, y su consejo se debía a la historia a la que me referiré.
En casa de mi abuela Na Yana teníamos por costumbre, antes de ir a dormir, guardar todas las cosas que durante el día reposaban en el solar. Recogíamos la ropa colgada en los mecates, el jabón para lavar, las cubetas, los costales con frijoles, los trapos y también las hojas de plátano y los granos de café que poníamos a secar. Metíamos todo adentro de la cocina y luego la cerrábamos con candado. Después, nos íbamos a dormir a otro cuarto en el que atrancábamos la puerta con un palo y, luego, colocábamos una bandeja con trozos de vidrio en la entrada. Esto lo hacíamos desde que yo tenía memoria y aún lo practicamos, pero dicen que no siempre fue así. Na Yana me contó una vez el porqué de este ritual.
Mi abuela provenía de una de las familias más antiguas del pueblo, de las que habían estado desde que se pusieron las primeras mojoneras en el monte, igual que doña Chicha, la señora Mona y el viejo don Chico, quien además era el último vaticinador de la región. De las familias fundadoras del pueblo, ellos eran los más viejos. Nadie osaba contradecirlos, dirigirles una palabra de perturbación y menos injuriarlos u ofenderlos.
Cierto día, a mi abuela le llegaron unos dolores torrenciales en el área abdominal. Cuando le dio el primer retortijón, se negó a que la limpiaran, no quiso ni tomarse un té. Ella sabía que sus malestares no eran cosa común, pero prefería guardar sus especulaciones para después. Mientras se conformaba con meterse unos trapos tibios en el vientre, con comerse algunas yerbas y darse unos fuertes masajes para mitigar su sufrimiento, eso hacía en tanto esperaba a que los males no la condujeran a tomar otras medidas.
Una mañana, los dolores se volvieron insoportables. Na Yana tomó su chancla y arremetió contra un frasco de vidrio. Dijo algo en voz baja. Recogió los trozos del suelo, se los metió al mandil y salió directo a la loma para ver a don Chico. Al poco rato, la señora Mona y doña Chicha llegaron a la casa del viejo por las mismas razones que mi abuela. Discutieron un rato y coincidieron en la anormalidad de los dolores y en los eventos que de ello se podrían generar. Si sus sospechas sobre la proveniencia de sus dolores eran ciertas, necesitarían hablar al viento y convocar al bi huati para que los ayudara a detener el mal. Después de haber deliberado un par de horas, salieron decididos a impedir que la situación se extendiera a toda la población.
Antes de que comenzara la puesta, juntaron al pueblo afuera del curato y le advirtieron sobre la posible plaga. Todos sabían lo que eso significaba y estuvieron de acuerdo en detenerla. Hecho el consenso, las personas volvieron a casa para hacer lo que les habían mandado los viejos y, más tarde, un objeto de vidrio en cada hogar estaba roto. Los cuatro ancianos se cercioraron de que todas las familias contribuyeran con su montón. Después, una a una, se atrancaron todas las puertas del pueblo.
Don Chico, la señora Mona, doña Chicha y mi abuela se quedaron en el centro, esperaron a que oscureciera y nadie supo con exactitud lo que hicieron después; se quedaron solos con su montaña de vidrios a cantar una oración. Entonces hubo una pausa en el tiempo. De repente se escuchó el crujir de unos maderos y luego un ventarrón. Inmediatamente, los vidrios fueron machacados y el crac crac de su romper se extendió hacia todas direcciones, como si ellos fueran en persecución de alguien. De nuevo hubo silencio y, después, se escuchó el grito de un hombre. La calma regresó enseguida. Todos sabían lo que había sucedido y estuvieron tranquilos porque el mal ya había sido detenido.
Al día siguiente la vida continuó normal. La gente no comentó nada al respecto, se dieron los buenos días unos a otros como habían hecho toda la vida, pero entre ellos vagaba un hombre con el alma triste: su nombre era Juan Liebre y era cojo de nacimiento, pero ahora, además de eso, llevaba las manos vendadas. Él había sido el causante de los males.
Alfonso Garfias |
Juan Liebre había violentado un mandato ancestral. Los abuelos de nuestros abuelos habían decidido que la nueva época del mundo ya no merecía las magias, los artilugios y los saberes de otro mundo que se solían practicar; por eso, habían decidido dejarlos guardados entre sus familias, pero los malestares de los cuatro ancianos habían delatado la presencia de un traidor. Juan Liebre había robado un objeto de la casa de cada uno de los viejos, los había manipulado y con artes nigrománticas había provocado el malestar a los ancianos. El cojo no aprendió con la advertencia del mal andar y su castigo le llegó en la consigna de los viejos, lo dejaron marcado tal como Dios había hecho con la liebre.
Desde entonces ponemos la bandeja con vidrios en la entrada y resguardamos las cosas de las manos extrañas. En el pueblo las cosas volvieron a la normalidad. Na Yana y los otros viejos vivieron tranquilos el resto de sus días, les dio la muerte natural, muy ancianos, y después de muchos años.
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Texto publicado en la Revista Guidxizá (Nación Zapoteca), publicación cultural del Comité Melendre, Año XX, Número 18, Mayo de 2024. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.