Daniela Robles Aguirre
Ilustración: Eric Muñoz |
Noches largas sin respuesta, buscando en vano entre muchos con el mismo nombre. Jamás fue original, pero fue único para ellos. Font violeta de 16 bits preguntando por el rojo y viceversa, en un universo de letras preguntando por otras. E-mails largos y románticos, carentes de acentos y salpicados de promesas ilusamente dulces, como azúcar hecho algodón. “Iré a buscarte”. “Te esperaré siempre”. Qué lentas pasan las horas cuando estás enamorado en la red. Lo más emocionante del mundo era verla fugazmente, conectada al mensajero; sentir sus caricias a través de las letras brillantes en la pantalla. Fotografías y canciones que los acercaban un poco más, uno al otro, como sabiendo que detrás de esos antifaces había vida, alguien que sentía, que escuchaba, que los veía, haciendo más real su fantasía. Lo mejor fue aquella noche de casas vacías, en que se tuvieron completamente, una mano en el teclado, la otra imitando las caricias, describiendo lo que los ojos leían.
Un minuto, una hora, un día, un mes, un año y dos. La vida real tocaba la puerta e ignoraban ese sonido, como si olvidarse del mundo real hiciera real su mundo olvidado. Vivir lejos el uno del otro se volvía insoportable, aunque no estaban conscientes de que la distancia era mayor que ellos. La electricidad lo puede todo y sólo así pudieron sobrevivir tanto tiempo, una relación en criogenia digital. Era maravilloso, el amor perfecto, donde podía ser todo lo que él necesitaba con tan sólo un click. Carente de sensaciones y de calor humano, pero ¿quién quiere sentir cuando se es perfecto? Sólo se aprende a apreciar el frío si se cree que es real. Tocar hiere la carne, idealizar es mejor.
Pero la vida no se aprende leyendo. Y tampoco puede ser ignorada. Cada silencio prolongado parecía ser un reto de amor. La idea absurdamente dulce de que sobrevivirían donde otros habían muerto. Porque eso no era coincidencia, era el destino. Y nadie puede ganarle al destino, lo dijo su antifaz hace mucho tiempo. Las cartas se redujeron, las caricias se hicieron roces. La desesperación de estar atado a usos horarios, de buscar los instantes creyendo que eran por siempre. ¡Estamos destinados a estar juntos!, por eso no podemos terminar en silencio, no podemos.
Y pudieron. Un día las cartas cedieron, el teclado quedó en silencio y la tinta roja no volvió. Desesperación en impact, negrita y mayúscula. Búsquedas infructíferas todas las noches, vagando por las mismas salas donde se encontraron. Negarse a aceptar que la realidad había ganado, que idealizar no sustituye la carne. Mencionar su nombre, ignorante de su apellido, su ciudad, el sonido de su voz. Todo en vano, porque el destino es inevitable, y lo que no debe estar junto, no lo estará. Ni un adiós, porque la ilusión se mantuvo y todavía creyó que regresaría en algún momento. ¿Para qué despedirnos, si volveremos a estar juntos? En otra vida, al reencarnar como caracoles, o coles, o girasoles de Van Gogh. Y quizás funcionó, porque jamás se pudieron olvidar el uno al otro. La realidad tapizó la fantasía, las letras de amor fueron sustituidas por sensaciones, besos reales, personas sin antifaz y con apellido. Donde otros habían caído, ellos también lo hicieron. La vida, triunfal, siguió su paso lento y seguro.
Pero a veces un descuido de realidad hacía brotar una chispa de byte, y cualquier suspiro, una canción, en tinta roja una carta, hacía surgir el recuerdo. Y en algún lugar, lejos de Windows 98, donde los colores no se definen en pixeles, dos personas que se amaron sin conocerse, piensan el uno en el otro y se dedican un segundo en honor a las muchas horas que pasaron falsamente juntos, en un universo que día a día tiene más vidas que la real.
Y la vida sigue su curso.
Ilustración: Miguel Ángel Charis |