Jesús Urbieta Palizada, Chu Huiini |
Nunca, como esa noche, había sentido tanto que te quiero. Tu ausencia y el alcohol (esa pócima mágica de la felicidad) lograron que en menos de una hora soltara todas esas lágrimas ―no fueron tantas, pero sí dolieron― que se habían quedado pegadas dentro de mí. Las últimas, espero, aunque no creo.
“No le eches la culpa a Reyna de mi ebriedad”, le dije a mi padre, “la que decidió emborracharme fui yo”. Y así fue, yo decidí emborracharme como dicta la tradición del rapto, pero no fue por ti ni por tu ausencia. Simplemente decidí acompañar a todas esas mujeres, y sobre todo a esas dos colombianas que llegaron inesperadamente a mi casa preguntando por mi padre. Por eso tuve que ir (tuve: porque confieso que no quería hacerlo. Ir a un rapto me resultaba intrigante, nunca había visto uno antes, sólo tenía los datos esenciales: el novio llevándose a la novia; los padres del novio informando a los padres de la novia, el desfloramiento, la mancha en la sábana blanca, la fiesta en casa del novio, las mujeres de la novia yendo a constatar ―¡qué vergüenza!― si salió virgen o no; luego las chelas, el mezcal, y el embriagado baile para después llevarlas de nuevo a la casa de la novia con banda y alegría etílica. Me resultaba intrigante, sí, pero no estaba de humor), por eso o para eso, mejor dicho, tuve que ir: para guiarlas y mostrarles el camino hacia Jorge Magariño, y llevarlas, de paso, como dijo una (ambas se llamaban Claudia), al paraíso.
Decidí acompañar a todas esas mujeres con el alcohol porque sobria nunca las iba a entender. Nunca iba a entender por qué tanta risa, tanta desbordante alegría. Sólo las miraría llena de pena, y cuando digo “pena” no me refiero a la vergonzosa, sino a la triste pena de la humanidad decadente… o tal vez, a la triste pena de una alegría que no quiere ser la mía.
Entonces me embriagué. No había comprendido antes como en esa noche a los borrachos. Porque la razón del por qué todo mundo es feliz cuando toma, está en el hecho de que el alcohol ―retóricamente― es como una cápsula de olvido que uno puede tomar cuando la carroña-humanidad es demasiada. Es una pena, pero necesario, que no se pueda estar borracho toda la vida, de no ser así nunca se podría reflexionar nada. No se podría pensar cabalmente en cómo ayudar a que el mundo huela menos feo. Con el alcohol se olvida todo, por eso hay cabida para la felicidad. Se olvidan la ignominia, la ignorancia, la represión, la inconsciencia por un rato y sólo existen los borrachos, el alcohol y la felicidad. Se olvida, y se tergiversan las palabras. Sobrio uno puede decir, por ejemplo, que el hombre es un pedazo de mierda, intolerante y mortal, pero ebrio uno dice que el hombre, intolerante, caga mierda mortalmente. Da mucha risa y se realza demasiado esa hilarante verbena.
Todas tomamos, reímos, bailamos, fuimos al baño un montón de veces y encontramos en nosotras una amistad efímera. Ambas Claudias eran amigas, luego yo fui su amiga, y después Na Reyna, Na Nuria, y la mamá del novio y la que nos daba chelas y más chelas aunque no nos hubiéramos acabado todavía la que teníamos en mano; también la novia y las amigas de la novia. Toda una fraternidad femenina construida y acabada en una sola noche.
Ya te digo en qué momento te amé como nunca antes. Es difícil hablar de ti, te has ido y no he vuelto a verte ni a oírte ni a leerte (como si hubieras muerto).
Te amé certeramente en el momento en que mi padre, después de que todo acabó y llegamos a casa de la novia y me caí de lo briaga que estaba, nos llevó junto con mi hermano, casi arrastrándonos, al hostal donde Claudia y Claudia se hospedaban para después llevarlas a la terminal (ya se les estaba haciendo tarde), y luego llevarme a mi casa.
Mi padre me subió a la camioneta. De la nada comenzamos una plática sobre la importancia de la palabra, y ―como la ebriedad lo dicta― drásticamente el tema se fue para dar paso a La subjetividad de las cosas. Hice un silencio, un largo silencio; un doloroso silencio porque recordé tu rostro y me vi de pronto hablándole de ti a mi papá: de esa vez en que te vi por primera vez y te conquisté; de la felicidad que me llegaba cuando estabas conmigo ―con esto no quiero decir a mi lado, sino simplemente conmigo: unidas del alma―, y de esa tarde en que te fuiste así nomás, sin importar que nos amáramos. “Sé que no será la única, ni la última” le dije, “pero, ahorita, la extraño y la quiero a ella… sólo a ella”. Y te quise, en verdad. Te quiero tanto… Mis ojos tiraron lágrimas y te amé y te extrañé sinceramente.
No sabes cuánta falta me haces. Cada vez que escribo algo por ti o para ti, termino diciendo que será lo último que me harás escribir porque me pongo indigna y digo que es suficiente, y luego ―no muy tarde― me descubro escribiéndote nuevamente un poema, una carta o un Maricarmen, que es el nombre que te he puesto porque no quisiste nunca que supieran de ti. Terminamos con un fan de nuestro amor. Pobre Gubidxa, ya no tendrá Maricármenes que leer. Aunque no lo aseguro, también con los Maricarmen he dicho tres veces “éste es el último”.
Todos los días me levanto recordándote. Ya debes saber por qué. Una vez te lo dije. Te dije que siempre me levantaba sin recordar nada, ni quién soy ni en dónde estoy, que lo recordaba cuando entraba al baño y miraba mi rostro en el espejo, que con él te recordaba. Excepto las veces en que por las noches tú ocupabas mis sueños, entonces despertaba con tu imagen hermosa. Despertaba pensando en ti con una lluvia de estrellas: mi sonrisa.
Todos los días me levanto recordándote, Maricarmen. Es desesperante despertar así, porque lo que sueño es que vuelves conmigo y somos felices. Sueño que estamos en una guerra y nosotras somos las guerreras. Siempre te protejo, no quiero que te lastimes; o simplemente sueño que llegas a mi casa y, sin palabras, no hacen falta, volvemos y unimos de nuevo nuestras almas. Despierto y recuerdo de inmediato que todo ha terminado.
Aun no comprendo por qué te fuiste, por qué me dejaste si me amabas, si yo te amaba. Me dijiste que debía aprender a cuidarme y a importarme a mí misma, que dejara de preocuparme por ti más que por mí. Date cuenta, Maricarmen, puedo hacer las dos cosas a la vez. Me importo yo y me importas tú, me cuido porque si lo hago tendré fuerzas y seré capaz de cuidarte, de hacerte feliz. Por eso ruego a la vida que me deje vivir mucho, morir contigo si se puede; sólo para hacerte feliz toda tu grandiosa vida, para cuidarte y protegerte por siempre de todo lo que pueda protegerte. Porque eso es lo que más quiero: que estés tranquila, que estés bien; que seas feliz tú. Con tu felicidad siempre llega la mía. Contigo llega mi felicidad.
No hay un solo día en que no te piense, que no me pregunte “cómo estará Maricarmen”, que no me pregunte si te ha pasado algo, si te han dicho algo que te haya lastimado. No sabes cómo me desespera pensar todo eso y no saber nada; no estar contigo secándote las lágrimas, no estar contigo riéndonos de la vida. Dónde estás Maricarmen, por qué no vuelves. En verdad me parece que moriste. Mi corazón está de luto. Cargo tu pesada ausencia y me duele.
Al salir de la casa del novio con música de fiesta ya no me importaba nada. A nadie le importaba nada, sólo bailar y ser felices; gritar vivas sin importar que el charco de agua lodosa ensuciara los holanes y refajos. Todas gritamos y reímos ―¡en verdad, cuánto reímos!―. Yo también grité en honor a los novios, a la vida, a las revoluciones, al Che; y todas me seguían: “¡Viva la novia!...¡Viva!...¡Viva la mamá de la novia!... ¡Viva!... ¡Viva la vida!... ¡Viva!... ¡Vivan las revoluciones!... ¡Viva el Che Guevara!”
Voy a seguir gritando, Maricarmen. Si estás muerta, quiero que la vida me oiga y te traiga a mí de nuevo, sin ti nunca estaré completamente feliz. Quiero emborracharme de ti.
Te amo, Maricarmen, mi Maricarmen hermosa, mi preciosa mujer, mi luz, mi viento candoroso, mi gloriosa vida… ¡Vuelve, Maricarmen!... ¡Vive, Maricarmen! ¡Por favor! ¡Por lo que quieras! ¡VIVE, MARICARMEN!
Me levanto de la cama y la lluvia llega, pero no trae estrellas. Viene de mis ojos.
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Texto publicado en la Revista Guidxizá (Nación Zapoteca), publicación cultural del Comité Melendre, Año XX, Número 18, Mayo de 2024. Se autoriza su reproducción siempre que sea citada la fuente.